Zarabel

17

Afortunadamente, quedaban pastillas.

El ibuprofeno que solía tomar permanecía intacto. Después de una oleada de estrés, su estómago se inflamaría y dolería como nunca, por lo que la única forma de calmarlo era medicándose. Zara no lo disfrutaba, pero prefería eso a no poder dormir.

Además, el dolor en la cabeza, que creyó ya había desaparecido, regresó como punzadas hirientes. En su desesperación, se pasó la pastilla en seco. Aunque al tragar sintió un ardor, era mucho más soportable.

Se fue directa a su vieja habitación. Al igual que el resto de la casa, se encontraba limpia, las sábanas olían a suavizante y su mesita de noche bien ordenada. Pero a Zara nada de eso le importó. Se limitó a dejarse caer sobre el colchón y cerró los ojos con fuerza, mientras masajeaba sus sienes.

Por si el dolor no fuera poco, de forma inevitable, los recuerdos se agazaparon sobre ella, como animales desesperados por escapar. La sonrisa burlona de Domingo se acentuaba en cada uno de ellos.

«Todavía andas bien pendiente de tu amiguita, ¿verdad? La sigues defendiendo como si fuera tu novia, pero tú y yo sabemos muy bien que puedes ser de todo, menos lencha.»

Zara no supo qué tipo de expresión puso en ese momento, pero esperaba que no la delatara. Si él supiera que era verdad, que todos esos años nunca se equivocó... No quería ni imaginarlo.

Hasta ese momento vivió una especie de luna de miel con su enamoramiento, completamente enfocada en lo mucho que le gustaba Esther y sin fijarse en lo externo. Las miradas que pondrían sobre ella, los cuchicheos y burlas. ¿Era capaz de soportarlo?

Se giró hasta quedar acostada sobre su brazo derecho.

¿Por qué me esfuerzo en pensar en esto? Esther no iba a fijarse en ella ni porque se confesara.

¿Confesarse? Eso ni siquiera era imaginable. Aunque su corazón empezó a latir con fuerza, sabía que era algo que nunca se atrevería a hacer.

—Qué día de mierda —musitó mientras dejaba escapar un suspiro.

Cerró los ojos una vez más, a sabiendas que el breve recuerdo le vendría sin que pudiera alejarlo.

Dos respiraciones aceleradas y el cuerpo desnudo de Domingo sobre ella. Al terminar, se apartaría para quedar recostado a su lado. Ambos en la cama de un motel de poca monta, observando el techo despintado. El silencio profundo se vio interrumpido con la risilla del chico.

—¿Qué? —Zara viró el rostro para verle.

—Nada. Sólo es... gracioso. —Su sonrisa alegre no titubeó al hablar—. Pensé que de verdad eras lesbiana, pero acabo de confirmar que no.

En ese momento, ella no se movió, solo lo miró, como esperando. Y cuando él se rio, Zara también lo hizo. Ni siquiera entendió por qué, simplemente su cuerpo reaccionó por sí mismo.

Abrió los ojos. Se había quedado dormida, despertando al sentir que le faltaba el aire. Como un resorte, abandonó la cama y corrió hacia el baño. Tan pronto como levantó la tapa del inodoro, el vómito apareció. Sin dejar de recordar todas las veces en las que Domingo insistió en tener relaciones sexuales, retándola, para demostrar que ella no era una «machorra». Apenas fue más de un mes, pero para ella representó toda una vida de abuso.

No paró hasta que su estómago estuvo vacío, cuando sólo podía escupir saliva y sentir enardecer su garganta.

El cuerpo febril, las manos temblorosas que sostenían el retrete para no derrumbarse y una respiración raquítica fueron los elementos perfectos para aceptar el desfallecimiento.

Puta madre.

Se dejó caer sentada en el piso. El sudor sobre la cara era molesto.

—Odio esto, lo odio, lo odio —repetidamente, Zara murmuró hasta que sus fuerzas no dieron para más. Bajó la tapa antes de inclinar la cabeza y apoyarse sobre ésta. Aun si tenía la capacidad de levantarse y regresar a la cama, esperó. Quería regular su respiración o aguardar a que un nuevo ataque de vómito viniera a por ella.

Su mirada recayó en la pequeña ventanilla del baño: apenas un rectángulo de quince centímetros de ancho que dejaba pasar la brisa nocturna a regañadientes. Fuera, una ligera llovizna caía en tropel.

Ni siquiera se percató cuando había comenzado. Aunque la sensación de asfixia no mejoraba, su corazón logró controlar el ritmo al centrarse en las gotas que se colaban en el interior con rebeldía, para deslizarse sobre el azulejo de la pared.

Inhaló profundamente antes de cerrar los ojos.

***

Desde el portón de madera podían escucharse las risas. En el patio, tres cachorros jugaban emocionados y cuatro niños les seguían el ritmo e ignoraron por completo el regreso de Abel.

—Se van a enfermar si siguen ahí —dijo él, sacudiéndose las gotas que cayeron sobre su cabello. Pese a no ser un chubasco, seguro que conseguirían un resfriado.

—No pasa nada, tío —dijo la mayor—. Mamá nos trajo ropa extra.

Abel se limitó a reír mientras negaba con la cabeza. No podía culparles, pues él fue incluso peor a su edad.

Rubí, su hermana menor, fue la primera en interceptarlo en la entrada de la casa, regañándolo por haber llegado tarde con los refrescos.




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