Zarabel

CAPÍTULO 17. Supéralo

ABEL

Si pudiera elegir un estilo de vida, me quedaría con aquel donde las preocupaciones desaparezcan. Pero para ello necesitaría acabar con la enfermedad, la pobreza e, incluso, la muerte misma.

Cuando lo pensaba de ese modo, caía en cuenta de que tal vez nuestra existencia estaba ligada al sufrimiento que cultiva a la perseverancia, como si Dios nos pusiera a prueba todos los días para ver si éramos merecedores de estar vivos.

Siendo así, me bastaba con no darle importancia a quien no se lo mereciera.

.

Las risas infantiles se hicieron escuchar desde el portón de madera. Recobré mi sonrisa al ver al interior del patio, en donde tres cachorros corrían emocionados, y cuatro niños les seguían el ritmo, ignorando por completo mi regreso.

—Se van a enfermar si siguen aquí —dije tras conseguir un lugar donde refugiarme de la llovizna y sacudir las gotitas sobre mi cabello.

—No pasa nada, tío —me dijo Andrea, hija de una de mis primas—. Mamá nos trajo ropa extra.

Me limité a reír mientras negaba con la cabeza. No podía ser un hipócrita y regañarles cuando recordaba muy bien que fui peor que ellos, saltando entre los charcos que se formaban en los baches de la calle.

Al entrar, Rubí fue la primera en interceptarme. Me dio tremendo regaño por mi tardanza con los refrescos.

—Nuestros tíos tuvieron que beber agua —advirtió en un susurro—. No sabes la cara que puso la tía Lety.

—Ya, ya. Es que me topé con un amigo.

—No mames, ¿pues de qué hablaron? —Aunque habló entre dientes, fue bastante claro.

—¡Oye, no seas grosera!

—Ay, ya. No tengo ocho años.

Cuando llegamos al comedor me encontré con la docena de personas seguían esperando por el encargo. Todos hablaban y reían de algún chisme que no comprendí.

Aunque mis parientes solían visitarnos constantemente, no me acostumbraba a ver en ellos los marcados rasgos de mi padre: un recordatorio sobre cuán fuertes eran los genes de los Hinojosa, quienes solían tener narices rectas y miradas dominantes.

—¿Como sigue lo de tu pie, hijo?

El hermano de papá aprovechó la oportunidad de hablar conmigo cuando encontré un lugar donde sentarme. Le enseñé una sonrisa en un intento por ocultar mi fastidio, ya que cada vez que nos veíamos sacaba el tema a colación como una excusa para presumir de lo buen médico que era su hijo mayor.

—Bien —respondí.

—Es que sí estuvo bien feo el asunto. —La tía Ramona interrumpió su propia conversación para observarme—. Mira que operarte sólo por una caída.

—Es una lástima. —La mejor amiga de Ramona suspiró—. Teniendo un futuro tan prometedor como atleta.

Pronto, los murmullos sobre mi «situación» llenaron por completo la habitación. Rubí me miró, incómoda, y yo le compartí un gesto similar.

—Lo importante es que no perdió el pie. —El tío Enrique, que solía exagerar todo, se hizo escuchar—. Tiene salud y es bueno en su carrera.

—Eso sí.

—¿En serio ya no te duele? —La prima Natalia se inclinó para verme.

—Nop, no me duele nadita.

—¿Seguro? Porque Irving te puede revisar, si quieres. —El tío que comenzó la difícil situación se apresuró a hablar, esta vez emocionado.

Nah, ya estoy bien. No se preocupe.

Me removí en mi lugar y sentí un extraño jalón en el talón. Cada vez que recordaba mi caída, aparecía una ligera presión en el mismo, como la advertencia de que esa noche tendría una pesadilla y, por tanto, el dolor regresaría.

Inspiré hondo. No iba a permitir que mi mente ganara cada vez que se le diera la gana.

Al momento en el que tema murió y se dio paso a anécdotas de antaño —y una que otra discusión pendiente— decidí ponerme de pie. Era cuestión de tiempo para que las cervezas sobre la mesa se terminaran y la casa se impregnara de gritos, risas y, en raras ocasiones, llanto. Casi siempre disfrutaba del circo que se armaba, pues la manera particular en la que hablaban, con groserías que aderezaban los relatos, solían sacarme una carcajada, pero esa noche no me sentía especialmente animado.

En su lugar, subí al segundo piso y me dirigí a la habitación de mi hermana. En medio de la cama, la obesa de su gata permanecía enroscada. Me acerqué para darle unos mimos que ella correspondió de inmediato con ronroneos que resonaban por todo el cuarto. Esta vez mi sonrisa fue más honesta.

—¿Qué haces aquí? —La voz severa de Rubí me sobresaltó.

Había entrado a oscuras y ahora que la puerta permanecía entreabierta, el brillo de sus medallas sobre la pared me deslumbró un poco.

—Vine a saludar a Luna —me excusé, sin dejar de acariciar el pelaje gris y blanco del felino.

Mmm, qué raro. —Rubí se acercó y se sentó al lado de su mascota—. Casi siempre andas en el mitote.

—Estoy cansado.

Sentí su incrédula mirada sobre mí.




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