ZARA
Debí de haberme drogado.
Por alguna razón vi a Abel en la puerta de mi casa, lo escuché haciendo preguntas que una persona como él jamás haría, e ingresó como si tuviera la confianza para hacerlo.
Para entonces, todo mi cuerpo me parecía ajeno, como si flotara, así que estaba segura de que todo no era más que uno de esos sueños fugaces que estuve teniendo desde el día anterior; no recordaba cuántas veces me desperté, ni las horas que pasaron, pero nunca saqué ni un solo pie de la cama.
A pesar de eso, me aterraba sobre lo real que podían sentirse esas alucinaciones a veces. Entre ellas, una donde Esther regresaba a mi casa, dando saltos de felicidad y repetía una y otra vez: «No me lo vas a creer, no me lo vas a creer. ¡Abel me pidió que fuera su novia!», mientras que su voz se distorsionaba con ecos lejanos y utilizaba nuestro uniforme deportivo de antaño.
Luego un recuerdo de cómo terminaron las cosas. Ella esperándome fuera de casa, cuando el sol estaba a punto de ocultarse entre las montañas.
Un momento después, su cuerpo tembloroso.
—Todo iba bien, no lo entiendo... —había dicho con la voz quebrada—. Dijo que al principio estaba emocionado y que ahora se aburrió de mí. ¿Qué fue lo que hice mal?
Escucharla tan destrozada apretujó mi pecho.
—Está mejor así, ¿no lo crees? —intenté decir, procurando que mi tono fuera suave a pesar de la directa confrontación—. Es mejor eso a que te quitara el tiempo.
—¡Pero yo lo quiero! —Durante todo ese tiempo estuvo cabizbaja, cubriendo su rostro con ambas manos. Ahora, en cambio, me dejó ver la desesperación sobre sus ojos—. No sé si lo entiendas, Zara, pero me enamoré de él. No importa si fue poco tiempo, yo...
Me removí incómoda hasta despertar. A pesar de que el calor a mi alrededor era sofocante, mi cuerpo no paraba de temblar y exigir que me cubriera con las mantas.
Otra alucinación: mi madre dejaba una carta para decirme que se iría del país.
En las siguientes Domingo era el protagonista. Entre tantas, él forzaría la entrada y me retaría: «Si no quieres que se enteren de tu desviación, no te resistas».
Un último recuerdo se coló, perteneciente al día posterior a nuestra ruptura. Como él también fue parte del equipo de tocho-bandera tuve que resignarme a verlo en la práctica de la tarde, sin advertir lo que escucharía al pasar frente a los vestidores masculinos.
—¿De verdad ya te cortaron? —El tono burlón de Genaro se hizo escuchar, con un par de voces secundando.
La tarde, con un cielo perfectamente despejado, era abrumadora debido a la intensa luz que daba de lleno sobre el rostro y obligaba a entornar la mirada. El aire caliente sofocaba la respiración y mi estado anímico se debilitó durante la semana gracias a la presión de mejorar para el torneo que se avecinaba.
—No digas mamadas —Domingo respondió como si su ego hubiese sido herido—. Yo fui quien la dejó.
—¡Mentiras! —exclamó otro—. Si se ve que te traía cacheteando las banquetas.
Estuve tentada a irme: no era más que otra plática estúpida entre hombres. Sin embargo, una nueva declaración petrificó mi cuerpo entero.
—Me gustó al principio —dijo mi ex, aunque no había sentimiento alguno en su tono—, pero estaba muy usada. Ya ni siquiera apretaba.
—¿Ni por atrás?
—Ojalá —respondió entre risas.
Fue como si un golpe de calor me impactara de lleno en la cara. Aturdida, di un paso atrás, pendiente de las risas dentro del lugar, que retumbaron en las paredes.
—¡Yo te dije, pendejo! —exclamó alguien, sin poder detener la carcajada—. Ya se la paseó medio mundo. Hasta Abel dijo que era mejor que anduviera con otra vieja y así le darían un mejor uso. ¿Verdad que sí, wey?
Y lo supe: Abel se encontraba ahí dentro, riendo con todos ellos.
No pude pensar con claridad cuando una nueva oleada de risas se propagó en el interior. Mi cuerpo se movió por sí solo y corrí hacia los primeros baños que me encontré, obedeciendo a la urgencia de vomitar. Incluso mi visión se puso borrosa y el cerebro parecía darme vueltas. Al primer contacto con la porcelana del inodoro todo lo que comí aquel día salió sin reparo alguno. El fétido aroma a orina impregnado en el lugar me ayudó para no detenerme hasta que sentí el estómago totalmente vacío y la boca se llenó de acidez estomacal. Con las manos temblando incontrolables, logré incorporarme y una oleada de odio nubló mi juicio.
¿Por qué cada vez que algo malo pasaba, Abel Hinojosa estaba involucrado?
Usó y botó a Esther a su antojo. Y el pensamiento de que le hizo lo que Domingo a mí, me aterró. Ahora, ambos se atrevían a formar una repugnante camaradería, opinando sobre mi cuerpo, riéndose de comentarios abominables.
No sólo me sentía asquerosa por la manera en que me dejé utilizar, sino que escucharles reírse sobre ello, sobre en lo que me había convertido, me dejó sin fuerzas.
Fue así como que, desde que la práctica comenzó, me propuse a hacerle la vida imposible y busqué cada oportunidad para empujarlo e, incluso, ponerle el pie... cobrándoselo a un precio que no dimensioné.