Abel hizo todo lo posible por evitarlo, pero terminó frente a la casa de Zara. Con una mirada extrañamente furiosa, observó la puerta negra y dudó si dar media vuelta o llamar, pues no parecía haber movimiento dentro.
Tal vez salió con su mamá y yo aquí de estúpido.
Aun así, golpeó el metal. Sabía que su madre iba en serio cuando le amenazó con no dejarle regresar si no llevaba a la chica en cuestión.
Como esperaba, no hubo respuesta.
—Ja... ¿Qué estoy haciendo?
Era la una de la tarde y su último día para estar en casa por ese mes, ¿y lo desperdiciaba de esa manera?
Tocaré una vez más, y si no abre, me largo, se decidió. El golpe fue menos delicado de lo que pensó, casi desesperado. Se encogió de hombros al imaginar que en menos de dos segundos tendría a una Zara furiosa frente a él, pegándole gritos y echándolo de inmediato.
No obstante, lo recibió un alma en pena, cubierta de cobertores de pies a cabeza. El rostro de Zara, tan pálido como un muerto, le miró con las cejas bien fruncidas. Los labios agrietados apenas parecieron poder separarse, sin emitir ningún sonido.
Lucía confundida, como si pensara que estaba alucinando.
—¿Qué haces aquí? —logró preguntar entonces.
Abel se alarmó al oír una voz debilitada por el cansancio.
—¿Qué te pasó?
En lugar de responder, Zara hizo acopio de cerrar la puerta, pero él la detuvo.
—Te ves... horrible.
Ella entornó los ojos, como si quisiera golpearlo.
—Digo, es raro. Ayer estabas tan... —Abel se detuvo, recordando los malestares que presentó cuando la acompañó a casa—. Ah.
—Adiós.
—Espera. —Volvió a detener la puerta, ahora con una sonrisa nerviosa—. ¿Ya tomaste algo?
El parpadeo de Zara fue lento, como si aquello le requiriera un esfuerzo colosal.
Y Abel era débil ante los enfermos.
—¿Tienes medicamento? ¿Comida?
—¿Qué quieres?
Fue entonces cuando él recordó el propósito de su visita.
—Vine a hablar sobre lo de ayer, ya que te veías rara, pero ya me di cuenta del por qué. Si me dejas pasar, yo puedo...
—No puedes —Zara atajó. Aunque su voz era un susurro, fue implacable.
Pero a él no le afectó. Sus ojos se centraron en aquella frente perlada en sudor y los ligeros temblores que se avistaban a través del cobertor. Sin decir una palabra más, estiró la mano para medir su temperatura. Ante el contacto, el cuerpo de la chica vibró de pies a cabeza. La mano estaba tan fría que quiso ocultarse.
—¡Estás ardiendo en fiebre! —Abel exclamó, alucinado. No podía creer que incluso pudiera mantenerse en pie.
—No grites —se quejó ella—. Bueno, ya te diste cuenta. Ahora déjame en paz, que quiero descansar.
—¿Estás tomando algo? —insistió él.
—No necesito nada. Se me va a pasar después de dormir un rato.
Se giró, a punto de huir, y sólo entonces él pudo dar un vistazo al interior. Sin importar que el cielo carecía de algún rastro de nubes y estaba adornado con un sol abrasador, el corredor era sombrío, acompañado de un aroma a limpio tan genérico que daba la impresión de estar a punto de acceder a un hospital recién abandonado.
—Déjame entrar, quiero ver qué puedo darte o si debo comprar algo —se descubrió diciendo, sin apartar la mirada del abrumador pasillo.
—Ya te dije que no lo necesito...
—No me importa. —Abel fue severo al hablar, tanto que Zara se echó para atrás—. No quiero irme y enterarme que encontraron tu cuerpo tres días después.
—Estás exagerando —bufó antes de rendirse—. Haz lo que quieras. Sólo no te robes nada y déjame dormir.
Dio media vuelta y caminó escaleras arriba, a una velocidad tan ridícula que incluso un bebe gatearía más rápido.
Abel negó con la cabeza una vez ella hubo desaparecido de su vista y se puso manos a la obra. Su opinión respecto a la hosca apariencia del hogar no cambió en absoluto. Tal vez, concluyó, era similar a aquellas casas de revista, las cuales podían verse perfectas y, por tanto, inhóspitas.
Buscó en la alacena y el refrigerador, pero apenas había dos cosas comestibles; exploró por toda la sala hasta encontrar el baño, sin poder encontrar un botiquín de primeros auxilios o una botella de medicamento perdida.
—Es un desastre —murmuró.
***
Zara apenas fue consciente de lo que estaba sucediendo. ¿Abel en su casa? Era ridículo.
Todo su cuerpo le parecía ajeno, como si flotara, así que estaba segura de que todo aquello fue uno de esos sueños fugaces que había estado teniendo desde el día anterior. No recordaba cuántas veces se despertó, ni las horas que pasaron, pero lo único de lo que estaba segura, era que nunca sacó ni un solo pie de la cama.
Sin embargo, le asustaba lo real que podían sentirse esos sueños a veces. Como Esther llegando a su casa, saltando de felicidad para decirle aquellas palabras que para Zara significarían el fin de su alegría: «No te lo vas a creer —decía, con una voz distorsionada entre ecos—. ¡Abel me pidió que fuera su novia!» Otro donde su madre dejaba una carta, informándole que se iría del país. El siguiente, donde Domingo forzaría la entrada, volvería a retarla e incluso la amenazaría: «Si no quieres que se enteren de tu desviación, debes hacer lo que yo te pida».