El primer pensamiento de Zara al despertar fue: «quiero morirme».
A pesar de que la fiebre desapareció y que se sentía llena de energía, le invadió una pesadez más grande que cualquier enfermedad: para su infortunio, recordaba todo lo que sucedió el día anterior, sin perderse de nada. No sólo le permitió a Abel entrar a su casa y hacer lo que se le diera la gana, sino que incluso se comportó como una niña mimada y se dejó cuidar obedientemente.
Por un mísero momento, intentó convencerse de que fue una de sus alucinaciones. No obstante, poco le duró aquello cuando notó la caja de medicina nueva sobre su buró.
—¡Aaaah! —gritó, con la cabeza oculta bajo el cobertor. Pataleó un par de veces, como si quisiera golpear un monstruo imaginario, aquel que la hacía sentirse tan miserable.
Un nuevo recuerdo la invadió.
Al acabar la sopa, Abel soltó un largo suspiro e hizo acopio de ponerse de pie. Tal vez se iría a casa. Pero las manos de Zara fueron mucho más rápidas y, sin importarle el frío de muerte que sentía, atrapó la muñeca del chico.
La observó, estupefacto, y ella no supo qué decir al principio.
—No… No quiero que te vayas.
Abel pareció tener cientos de pensamientos en ese instante, pasando de la confusión hasta formar una risita que intentó contener.
—De acuerdo, me quedo otro rato. —Se sentó a su lado y bajó la mirada hacia los delgados dedos que se aferraban a su piel—. Ya puedes soltarme.
Zara titubeó antes de hacerlo.
—¿Qué fue eso, estúpida? —A punto de llorar, aplastó sus mejillas con las manos una vez que se obligó a detener el escenario de la tarde anterior.
¿Ahora cómo voy a poder verle sin que se me caiga la cara de vergüenza?
Él se burlaría, de eso no tenía duda alguna.
—Hasta le dije que era demasiado amable —murmuró, con la mirada perdida—. Como si no tuviera suficiente ego, voy y lo inflo todavía más.
Aunque, bien era cierto, él actúo dulcemente. Si era así con ella, no quería imaginarse la forma en que se portaba con Esther. Estaba segura de que esa era la principal razón por la que su mejor amiga se enamoró de nuevo.
Pensar en ello la desanimó todavía más. No podía negarlo: Abel era un rival fuerte. No, ni siquiera había un punto de comparación.
—No es justo. —Lanzó una mirada furiosa al techo—. ¿Qué es todo esto? ¿Tratas de convencerme de que es un buen hombre?
Pues no lo aceptaré. NUNCA.
Sin embargo, su mirada fue directamente a la caja de medicamento. Tenía una nota escrita a mano que indicaba tomar dos cápsulas cada doce horas, escrita con la caligrafía horrenda e inconfundible de Hinojosa.
Zara arrugó la nariz antes de ponerse de pie. Aquel simple movimiento le hizo darse cuenta del hedor a sudor en su cuerpo. Olisqueó su brazo y palideció en el acto.
¿Así olía ayer?
Un nuevo motivo que se agregó a la lista de las cosas vergonzosas que le mostró a Abel Hinojosa. Frotó su frente con los dedos.
—…Muerta. Tengo que estar muerta. Enterrada en el centro de la tierra —murmuró antes de meterse a la ducha.
***
—Buenos días, Zarita.
Con la radiante energía de siempre, Esther se acercó a la parada del autobús, arrastrando las maletas consigo.
El corazón de Zara se sintió menos pesado al ver aquella cara limpia y reluciente, y esa dulce vocecilla que cubría sus oídos. Respiró profundo. Sólo eso necesitaba para olvidarse de cualquier sufrimiento.
—Llegaste rápido.
—Sipi, ya tenía todo listo para volver.
A pesar de la promesa de verse aquel domingo por la mañana, Zara se sorprendió al leer el mensaje de Esther, quien le preguntaba si regresarían juntas a la ciudad, pues una parte de ella asumió que terminaría por olvidarse y se quedaría en casa hasta el lunes en la tarde.
—¿Qué dijo tu mami del pastel? ¿Le gustó?
—Ah… —Zara sonrió, nerviosa, desviando la mirada hacia el cielo abierto—. Tenía mucho trabajo, así que no pudo venir. Pero no te preocupes, le dejé tu regalo con una nota, para que sepa que iba de tu parte.
Esther la miró con un dejo de tristeza.
—Me hubieras dicho y te invitaba a pasar el día con mi familia.
—No te apures. Me sentí muy cansada ayer, así que me iba a dar flojera salir de la casa.
Pero la pequeña chica le miró con suspicacia por un momento, antes de recordar algo.
—Lo bueno que me traje un poco de la sopa de ayer. Es de codito con crema.
Zara sonrió enternecida al ver cómo le mostraba el tóper con emoción y le agradeció el gesto.
Dios, no puedo con esta mujer.
Apretó los ojos, resistiendo las ganas de abrazarla en ese momento.
Por suerte, el autobús llegó justo a tiempo. A comparación de la ciudad, la fila apenas era de cuatro personas además de ellas, así que sintió un retorcijón extraño al percatarse de quien iba hasta adelante; de cabello rojizo y ropas con colores llamativos, no hacía falta que lo mirara dos veces para distinguirlo.