ZARA
El primer pensamiento que tuve al despertar fue: «quiero morirme».
Aunque la fiebre desapareció y me sentía llena de energía, una pesadez mucho más grande que cualquier enfermedad me invadió: la de los recuerdos. Recordaba vívidamente todo lo que sucedió el día anterior, sin oportunidad de perderme nada.
No sólo permití que Abel entrara a la casa e hiciera lo que se le diera la gana, sino que me comporté como una niña mimada y me dejé cuidar obedientemente.
Por un mísero instante quise creer que parte de mis alucinaciones; no obstante, poco me duró el gusto cuando vi la caja de medicina sobre el buró.
—¡AAAAAH! —grité con la cabeza oculta bajo el cobertor. Pataleé un par de veces, como si eso me ayudara a olvidarlo todo.
¿Ahora cómo voy a poder verle sin que se me caiga la cara de vergüenza?
Él se burlaría, de eso no tenía duda alguna.
—Hasta le dije que era demasiado amable —murmuré una vez que terminé mi rabieta—. Como si no tuviera suficiente ego, voy y se lo inflo todavía más.
Pero él actuó distinto.
No era el Abel que se encargaba de sacarme de quicio, sino que sus acciones dulces y palabras suaves me ayudaron a conciliar el sueño. Si era así conmigo, a quien detestaba tanto, no quería ni imaginarme la forma en la que se comportaba con Esther. Quizás esa era la razón principal por la que ella se enamoró otra vez.
No podía negarlo: Abel Hinojosa era un rival fuerte.
No, ni siquiera había un punto de comparación entre los dos.
Acaba de demostrarme que no es una mala persona.
Detuve la línea de pensamiento de golpe. ¿Por qué mi mente quería llevarme a este punto? Ahora resulta que me pareció gentil.
Ja.
Ja, ja.
JAJAJAJAJAJA.
—¿Qué? ¿Qué es esto? —Recostada y con los brazos bien extendidos, lancé una mirada furiosa al techo—. ¿Tratas de convencerme de que es un buen hombre?
Pues no lo aceptaré. NUNCA.
Mis ojos se centraron ahora en la caja de medicamento. Tenía una nota escrita a mano que indicaba tomar dos cápsulas cada doce horas, con la caligrafía horrenda e inconfundible de Hinojosa.
Meneé la cabeza para espabilar antes de ponerme de pie. Aquel simple movimiento me hizo notar el hedor a sudor que desprendía mi ropa y cuerpo. Temerosa, olisqueé mi brazo y pude sentir que toda la sangre abandonaba mi rostro.
¿Así olía ayer?
Ahora tenía una nueva cosa que agregar a la lista de humillación, de la cual Abel Hinojosa era testigo. Me froté las sienes con los dedos y quise llorar.
—...Muerta. Tengo que estar muerta. Enterrada en el centro de la tierra —murmuré al ingresar al baño y tomar una ducha exprés.
***
Luego de alistarme, tomé las cosas que llevaría conmigo al departamento. Entre ellas robé un jabón nuevo y dos latas de elotes. Conocía tan bien a mi madre que de seguro ni se daría cuenta.
Antes de salir eché una última mirada al comedor, en donde el pastel y regalo se mantenían intactos en su lugar. Mi cara formó una extraña mueca al pensar que seguramente Abel se percató de ellos y me pregunté qué fue lo que pensó al respecto. Sólo esperaba que no buscara explicaciones al respecto.
Dudé antes de acercarme y dejar una nota.
Te compré un pastel.
El regalo es de Esther, así que no lo tires.
Me supo raro dejar algo tan mezquino en ese papelito amarillo, pero no se me ocurrió nada mejor. Ya en la puerta, di un último vistazo. Me tragué el sabor amargo de la boca y por fin me alejé.
Caminé colina abajo, en donde se encontraba la parada de autobuses. No quise contactarme con Ther sobre nuestro regreso, pues apostaba a que se quedaría todo el día con su familia y regresaría el lunes por la mañana o algo así. De reojo vi el minimercado por el que comenzó todo mi malestar y arrugué la nariz. No volvería ahí ni porque tuviera una situación de vida o muerte.
Aun con ese pensamiento en mente, mis pies se detuvieron al primer avistamiento del cabello oscuro y rebelde. Pronto, escudriñé los alrededores, con la intención de encontrar un lugar mejor para ocultarme, pero era demasiado tarde: Domingo reparó en mí y se acercó con grandes pasos.
—Buenos días —saludó con una tonada extraña.
Apreté bien los dientes y avancé, dispuesta a dejarlo colgado. Él, por supuesto, no recibiría una negativa. Me tomó del brazo y me obligó a retroceder.
—¿Qué quieres? —pregunté, deshaciéndome de su agarre.
—¿A dónde vas y por qué tanta prisa?
—No te importa.
Sus ojos me escanearon de pies a cabeza hasta que una sonrisa ladina se dibujó en sus labios.
—¿Ya te vas a la ciudad? Es bien temprano. Creí que te quedarías otro rato con tu jefecita.
—Con permiso.