El impacto se transformó en un escalofrío que serpenteó desde la planta de sus pies hasta la punta de su cabeza.
—¿Cómo es posible que supiera el perfume que usas? —cuestionó, con los ojos bien abiertos.
—Bueno, no lo sé. Supongo que mi admirador está más cerca de lo que pensaba. —Esther no parecía asustada en absoluto. Su mirada llena de ternura no se apartaba de aquella carta, que acariciaba con la yema de los dedos—. ¿No te parece romántico?
—No. Eso es acoso, Ther.
—No exageres. —Ella arrugó la nariz mientras negaba, divertida—. Mi perfume es muy común, así que pudo encontrarlo fácilmente. Y quizás el autor sea Abel, ¿no lo crees?
Zara puso mala cara. No importaba cuál fuera la verdad, seguía siendo aterrador que aquella persona supiera con exactitud la marca y fragancia que Esther llevaba consigo, sobre todo porque el aroma era bastante discreto.
—Ey —La maraña de pensamientos se disolvieron cuando Esther le dio un empujoncito—, vamos, no te pongas así. Mi abu me ha contado historias maravillosas de cómo el abuelo la conquistó, y es muy parecido a lo que tengo ahora. ¿Lo ves? No tienes de qué preocuparte.
Incluso cuando se mostraba tan animada y cariñosa, Zara no bajó la guardia. Si Esther no se preocupaba por su bienestar, ella se encargaría de hacerlo.
Se mordió el labio en un intento por detener toda la angustia que sentía y fue directamente a su habitación, sin palabras de buenas noches o asegurando que estaba bien.
—¡Zara, lo digo en serio!
El grito se vio amortiguado por la puerta de su habitación. No podía evitar sentirse molesta. ¿Cómo es que la ingenuidad de Esther podía llegar a esos niveles? Cerró los ojos, cubriéndolos a su vez con el brazo para que ni una pizca de luz interviniera. Ralentizó su respiración en un intento desesperado de dormir, pero no funcionó. No se fijó en la hora, mas estaba segura de que había pasado demasiado tiempo sin conciliar el sueño.
No, no puedo dejarlo así.
Se incorporó, con el corazón latiendo desbocado gracias a la ansiedad. Tomó su celular en busca de algún contacto confiable, preguntándose si debía contárselo a Celeste y Valeria.
De ninguna manera. Temía que aquellos sentimientos profundos que tenía por su mejor amiga se vieran reflejados en la persistente angustia. La única persona que estaba al corriente de ello era…
La mirada se mantuvo fija en la pantalla, donde el nombre de Abel Hinojosa le pareció más grande y brillante de lo habitual. No era un consuelo, más bien, parecía un horripilante monstruo que cegaba la vista.
—Después de lo que pasó, no va a querer verme ni en puntura —comprendió. No obstante, se atrevió a marcar.
El teléfono repicó tres veces sin obtener respuesta. Sólo entonces, temió que Abel hubiese cambiado de número. Era natural, pues dudaba que después de esos años lo conservara, incluso cuando ella lo hacía con el suyo propio.
Y no estaba dispuesta a buscarlo en Instagram.
—¿Bueno? —Dejó de morderse la uña cuando escuchó la voz al otro lado. Por suerte, era él—. ¿Zara?
Su voz no logró salir en un principio.
—H-hola.
Abel se mantuvo en silencio y ella supo que seguía en línea porque podía escuchar la ligera respiración al otro lado.
—¿De verdad querías marcarme a mí? —preguntó, evidenciando su incredulidad.
—Sí. Necesitamos hablar.
—¿Eh?
—¿Puedo ir a tu casa? —A pesar de hablar en susurros, sabía que él podía oírle perfectamente.
—No estoy entendiendo nada…
—Es sobre Ther. Por favor.
Un pesado suspiro resonó del otro lado.
—¿Tiene que ser ahorita? Digo, es casi medianoche.
—Es urgente —insistió.
—Ya, bueno... Entonces hablemos. Ah, pero no vengas. Yo iré por ti.
Zara aceptó. No quería tener que caminar sola hasta quién-sabe-dónde con el riesgo de encontrarse con algún asaltante o drogadicto furioso.
—Te espero frente a la panadería.
—Va. Llego en diez minutos como mucho.
Zara no dudó y se puso una sudadera. Caminó de puntillas y abrió la puerta con extremo cuidado. Como era tan vieja y desgastada, el chirrido al abrir solía ser insoportablemente doloroso, así que agradeció que en aquella ocasión fuera como un susurro.
Resopló al encontrarse con su viejo y rutinario enemigo: las escaleras. Se sentía patética cada vez que pisaba cada peldaño, condenándose mentalmente por el incontrolable temblor en sus extremidades. Pese a que deseaba bajar como una persona normal, su línea de pensamiento siempre se distorsionaba, llevándola a escenarios adversos, en donde los tornillos decidirían desprenderse de repente, haciéndola caer; o ver los ladrillos rojizos desmoronándose sobre ella hasta enterrarla viva; o, quizás, daría un mal paso y se estamparía contra el concreto, muriendo tras haberse golpeado la cabeza.
Negó repetidas veces mientras se obligaba a respirar hondo.