ESTHER
En un mundo donde las relaciones interpersonales se habían convertido en un juego de supervivencia, yo me transformé en un camaleón. Sabía manejar cualquier tipo de situación y guiarla hacia donde me era más conveniente, lo cual me hacía creer que, de algún modo, traicionaba mis ideales. Pero cuando quieres sobrevivir debes sacrificar algunas cosas.
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Fue por culpa de los tacos.
La noche anterior Zarita detectó el extraño sabor de la carne en el primer mordisco.
—Tal vez sea por la salsa —dijo en un intento desesperado por no admitir que desperdiciamos el dinero en una cena podrida. Lo sabía por el sabor pastoso de la tortilla.
Sentí un retorcijón, como si mis intestinos sufrieran de un calambre, y me agaché en mi lugar.
—¿Qué tienes, Esther? Estás muy pálida. —Los ojos grises de Grecia me inspeccionaron, llenos de preocupación.
—Ayer cené unos tacos, pero no me cayeron muy bien.
—¡Comer en la calle es un suicidio! —Julieta dejó el libro que leía, se acomodó las gafas y habló con rudeza.
—Ya sé, pero teníamos mucha flojera de cocinar.
Ambas menearon la cabeza a modo de reproche. No tenía tiempo de asegurar que me encontraba bien y rezaba porque el dolor pasara eventualmente. Sin embargo, ya era más de mediodía y no me sentía capaz de asistir a otra clase más.
—¿De verdad estás bien? ¿No quieres que te llevemos al hospital? —preguntó Grecia, ambas manos recogidas al pecho, como si mi dolor resultara contagioso.
—Ah, no. Estoy bien. —Pese a decirlo, apenas podía erguirme y no dejaba de tocarme la panza—. Sólo son agruras.
—Los tacos son mortales —sentenció Julieta.
—No, vamos a la enfermería. —Grecia se levantó de su asiento, tomando mi brazo hasta obligarme a hacer lo mismo.
—De verdad estoy bien...
Mis murmullos no fueron escuchados y nos dirigimos al otro extremo de la universidad, en donde se encontraba la enfermería. Podrías ponerme muchas comillas a esa palabra: más que un lugar donde encontrar reposo, era un cuartucho donde apenas cabía un escritorio y un anaquel. La ventilación estaba a cargo de la entrada, pues tampoco se preocuparon por proporcionar alguna ventana.
—¡Profe, tenemos una emergencia! —Grecia y Juli se plantaron en la puerta con una dramática exclamación que hizo brincar al enfermero.
—No hagan eso, señoritas. —El hombre se llevó la mano al pecho e intentó recomponerse—. ¿Qué necesitan?
Ellas se apartaron para que me notara.
—Está muriendo —señaló Juli con aire sombrío.
—Sólo son agruras... —insistí, pero otro retorcijón acalló la voz de golpe.
—Ah, bueno... ¿Trae su receta médica?
—¿Eh? —Grecia se volvió hacia él, como si la hubiese ofendido—. No. Apenas hoy en la mañana es que se siente mal.
—Entonces no puedo darle nada, lo siento. Son reglas de la institución — completó eso último cuando las chicas le lanzaron una mirada asesina.
—O sea que, si se muere, ¿es porque no trajo una puta receta? —espetó Julieta.
—Esa boca, señorita.
—Pues es que no se mame...
Grecia fue lo suficientemente rápida como para interceder, cubriendo la boca de quien agitaba el puño llena de rabia.
—Bueno, no pasa nada. Igual gracias por... —me detuve. Como no había nada por lo cual agradecer, me limité a sonreír.
—Váyanse a clase —nos instó él con un gesto.
—Tremenda putada. —Una vez fuera de la oficina, Juli pudo respirar—. Imagínate que sea una situación de vida o muerte.
Otro retorcijón me vino de repente. A diferencia de los anteriores, la sensación de haber tragado lava que deseaba salir se hizo presente.
—Ay, no. —Grecia me sostuvo en caso de que mis piernas fallaran—. ¿Ahora qué hacemos?
Nos acercamos a una banca cercana a la explanada principal de la facultad. Ésta contorneaba una plantación de flores amarillas. No era cómoda ya que estaba hecha con cemento, pero agradecí poder apoyarme en algo. Un sudor frío recorrió mi frente e intenté limpiarlo con discreción, incluso cuando los ojos críticos de mis amigas estaban puestos en mi deplorable apariencia, sin oportunidad de descanso.
—¿Te acompañamos a tu casa? —ofreció Grecia.
Julieta dudó, echando un par de miraditas a su espalda. Pronto comenzaría la siguiente clase y no quería perdérsela, comprendí.
—No se apuren, vayan a clase. Las alcanzo en un ratito.
Estuvieron dispuestas a protestar, hasta que sus miradas coincidieron con quien estaba acercándose a nosotras. Como su disgusto fue evidente, eché un vistazo para encontrarme con Dana Garrido. Acostumbrada a verla con un elegante conjunto apto para nuestra profesión, mi atención fue hacia el gesto escueto que poseía.
Al principio creí que pasaría de largo, no obstante, cuando mis amigas actuaron como presas al descubierto, me sentí nerviosa. Tragué saliva cuando las zapatillas de aguja se plantaron frente a nosotras.