—¿En serio piensas comportarte como una niña, Ana? —preguntó y tocó la puerta para que le abriera otra vez.
Milena no pensó caer en aquella provocación barata, ¿a qué fue? A fastidiarla, era obvio.
Alexander se frustraba parado bajo el rocío de la noche en lugar de disculparse dentro de la casa.
—¿Sabes qué? ¡Hace frio y me estoy mojando en el rocío!
—¿Acaso es mi problema? ¡No! Es el tuyo. ¿Quién te envía hasta aquí para molestarme? No estoy obligada a abrirte la puerta.
—¿La caridad no se practica en América?
—Se practica con la gente buena, no con gente como tú.
—Ábreme, no seas así, traigo analgésicos para ti, sí que te duelen las costillas y la espalda.
Desgraciado. Moriría de dolor antes de abrirle las puertas de su casa, tenía miedo de ella misma, si aquel hombre entraba, lo más probable es que terminara atado y abusado.
—Vamos, Ana, ¡lo siento, ¿sí?! No quería decirte que eres un peligro, aunque... —Hizo una pausa, iba a decirle lo que pensaba, que sí era un peligro.
—¡Estaba a punto de creerte! Pero te quedas afuera, y pasa los analgésicos por debajo de la puerta.
—¿Piensas que te los voy a pasar? —aclaró burlón.
—¿Cuál es la diferencia entre la entrega personal y pasarlo por debajo de la puerta? La idea es mejorar mis dolores, ¿no, doctor? Hombre de profesión humanista.
—No entran, el espacio es muy pequeño —mintió.
—¿Qué son? ¿Analgésicos del tamaño de supositorios?
—Mmm, sí, puede ser. Solo abre un poco la puerta y te lo doy, ya me resigné a que no me abrirás. —Se recostó en la puerta.
Ella lo pensó un minuto, solo abriría la puerta un poco, agarraría los analgésicos y misión cumplida. Milena abrió un poco la puerta.
—El analgésico —exigió sacando su mano.
Él sonrió al ver su extremidad por la puerta, pero en lugar de darle el analgésico, le besó la mano y entró de golpe a la cabaña. Estaba demasiado sorprendida e ida con aquel beso que él le dejó y ese agarre que no se deshacía.
—¿Por qué eres tan huraña? —cuestionó sin soltar su mano.
—Yo no...
Ella no podía hablar, se sentía perdida con aquella caricia, apreciaba la mano tibia de él, acariciaba la suya. Su cercanía era como sentir miles de agujas clavadas en el cuerpo, su corazón latía expectante y, lo mejor, no había lady Seraphine que la interrumpiera, ni Edmund ni Travis, nadie la salvaría de caer en las garras del atractivo doctor.
—¿La gran Ana se quedó sin una frase inteligente para refutar mi argumento? —jugueteó, se acercó aún más a ella, colocó las manos juntas, metió sus dedos entre los espacios de sus manos varias veces.
—Solo sé que eres un mentiroso. —La miró a los ojos, sintió más su contacto en la palma abierta.
Alexander intentaba no meter la pata esa vez, ella no lo rechazaba, sino que aceptaba sus caricias, eso aseguraba que sentía algún tipo de atracción por él.
—No soy ningún mentiroso —expresó, observó a sus ojos caramelo —, solo quería entrar para invitarte a cenar en casa de Travis.
—¿Cenar? —mencionó con la respiración dificultosa, porque cada vez se acercaba más hacia su rostro, ya prácticamente estaban pecho a pecho, aún agarrados de las manos, era cómodo.
—Diana y Kate han vuelto, él organizó una gran cena para que estuvieran tú, Edmund y lady Seraphine —comentó, volvió a acariciar la mano de Milena con su dedo gordo.
«Kate... Kate...», se dijo por dentro y quiso soltar su mano del agarre de Alexander, pero él no lo hizo.
—Creo que estoy muy dolorida aún como para ir a cenar —se excusó. No quería ver a la despampanante rubia mientras ella parecía el jorobado de Notre Dam.
—Para eso son los analgésicos.
Por fin logró romper el encantamiento que los envolvía y separar sus cálidas manos de las manos de ella.
—Me los tomaré. —La agarró otra vez.
—Tómalo cada ocho horas por dos días —recomendó, contempló cómo ella se iba a buscar agua y también escrutó su short por segunda vez.
Intentó concentrarse en algo que no fuera el trasero fulminante y los pezones de esa mujer, entonces miró la ordenada salita donde estaba una laptop sobre la mesa ratona y unas fotos.
Milena agarraba un vaso para sacar agua del grifo y observó que Alexander miró una de sus fotografías, por lo que se bebió el agua con rapidez y escondió el porta retratos que estaba cerca de la cocina.
—¿Si pregunto, seré indiscreto? —curioseó refiriéndose a su fotografía.
—Sí.
—¿Es tu esposo? —Detalló al sujeto de la imagen.
—Sí, cuando éramos novios en una fiesta familiar —respondió con tranquilidad.
—¿Puedo saber cómo quedaste viuda?
—Un accidente de automóvil —relató, sacó el porta retratos de la mano y lo colocó en su lugar.