El flash de la cámara la cegaba, pero ella seguía sonriendo, Alexander le tocaba la cintura.
—Muchas gracias, lord Westmorland. ¿Podría darme el nombre de la dama?
—Milena Palacios, señorita Milena Palacios —respondió.
—Señora, por favor —refutó la respuesta de Alex. Ella no estaba acostumbrada a ser llamada señorita, sino señora.
—Muy bien —anotó el fotógrafo—. Hasta luego, que tengan una excelente noche.
Alexander lo despidió con una inclinación de cabeza y ambos se sentaron de vuelta a la mesa.
—No soy señorita, Alexander. Soy una señora viuda —le recordó al contemplar su alrededor.
—¿Cuál es la diferencia? Ya no estás casada. Somos dos jóvenes disfrutando de la compañía mutua. He huido durante años de un debut, pero tú me trajiste hasta aquí para cumplir tu sueño.
—Sin darme cuenta cumpliste todos mis sueños y yo no he hecho nada por ti.
—Hiciste demasiado solo aceptándome. Soy un hombre feliz cuando estoy a tu lado. Hay dos cosas que me llenan de felicidad y son: mi profesión y tú.
Su pecho palpitaba desenfrenado. Escuchar que llenaba su vida de felicidad era algo con lo que ella no contaba.
—Tú también me haces feliz, Alexander. Sé que no soy muy demostrativa, pero antes yo no era así. Me encantaba decir lo que sentía, hacer regalos, me sentía libre
—Pero Javier cortó tus alas. —Tomó la mano de Milena con cariño.
—Pensé que el final perfecto era casarse y tener una familia. Resultó ser solo una ilusión y una muy dolorosa. Cuando la realidad te golpea con los puños, literalmente, te das cuenta de cuánto duele un error que se lleva hasta que la muerte los separe.
—Existen los divorcios, Milena.
—Eso no existía para mí, yo me uní a él hasta que la muerte nos separara y fue lo que ocurrió.
—No te tortures pensando en Javier, estás aquí para vivir el sueño de una debutante.
—Lo dices como si esto fuera para mí, somos solo invitados.
—Es lo que crees. —Sonrió con picardía.
Degustaron la entrada de camarones en salsa con champaña. Platicaban de la organización y de todo lo que había alrededor de ellos.
—Mira a las chicas, son tan hermosas —exclamó emocionada viéndolas a todas, aquello era maravilloso.
—Ven —pidió, la hizo caminar para colocarse detrás de las chicas.
—¿Qué haces, Alexander? No debemos estar aquí-
—Solo silencio y camina detrás de la última, yo te esperaré más adelante.
Desapareció de su vista mientras sus manos estaban rompiéndose por el fuerte apretón que se daba de los nervios. Las jóvenes avanzaban como bellas mariposas y ella ahí, asustada, temblaba como el juego jenga.
—Maldición, yo me largo —espetó, salió de la fila.
—La señorita Milena Palacios, viene acompañada por Alexander Van Strauss, conde de Westmorland.
Dos reflectores se pararon sobre ella.
—Dios mío. —Fue todo lo que alcanzó a decir.
Alexander sonrió mientras le tendía la mano para que la tomara. Miró a todas partes para caminar hacia él. Los aplausos la dejaban sorda y solo podía verse una extraña sonrisa, llena de emoción y nervios.
—También es tu debut —indicó, la besó en la mejilla.
—Menos mal nadie me conoce —comentó cohibida por la atención.
—A mí por el contrario, todos me conocen.
Se colocaron para bailar junto al resto de las debutantes con sus parejas.
—¿Cómo conseguiste que estuviéramos aquí? —curioseó, de fondo se escuchaba un antiguo vals.
—Unos cuantos favores. ¿Sabes cuántas abuelas con caderas rotas atiendo por día? Te sorprendería el número. Pese a mantenerme alejado del ajetreo social, siempre mantuve buenas relaciones, en especial con los organizadores aquí. Les dije que quería cumplir el sueño de una mujer especial y como no me conformé con que solo vieras un debut, quise que fueras parte de él...
—Yo no tengo palabras. —Se recostó en su pecho—. Es lo más bello que han hecho por mí en la vida. Un gracias no retrataría jamás cuánto te agradezco por este gesto.
—¿Qué te parece si tan solo me agradeces con un sí Alex?
—¿Sí a qué? —Levantó la cabeza para mirarlo.
—Que si estás enamorada de mí, como yo de ti.
Milena descendió la mirada hacia el piso y continuó con la cabeza recostada hasta acabar el vals. Alargaba al máximo el momento para no confesar nada, no era capaz de aceptar la recompensa que significaban los sentimientos de Alexander.
Cuando aquel vals terminó, los padres hacían bailar a sus hijas. Alexander y Milena se retiraron al balcón del segundo piso de aquel enorme salón.
—¿Por qué huyes cuando desnudo lo que siento por ti, Milena? ¿Acaso no me correspondes o tienes miedo de lo que pueda venir? —increpó sin molestia alguna—. Mis celos, mi preocupación y mi tiempo dedicado a ti son por algo, por lo que florece dentro de mí.