Asunción, Paraguay
Doña Morena recorría los pasillos de hospital donde estaba internado su nieto hasta parar frente a un consultorio. Tocó la puerta y pasó.
—Buen día, doctor —saludó, entró junto a él.
—¿Qué hace aquí, doña Morena?
—Vengo a pagarle, claro. Hace más de un año que lo vengo haciendo, ¿o lo olvidó? —Sacó su chequera.
—Ya no estoy en el área de terapia intensiva de niños. Desde que José quiso cuidar del pequeño, me han trasladado a otra área.
—¿Lo ve? Ese niño no es mi nieto, sino hijo de ese hombre con la adúltera esposa —se quejó la mujer.
—Tarde o temprano sabrán que el niño está en coma inducido. Falsificar informes es un crimen, doña Morena —recordó el hombre.
—¿Y eso qué? Su consciencia tiene un precio muy alto, doctor. Que ese doctor José no se dé cuenta de lo que ocurre. Quiero que despellejen al bastardo. Le dije hasta el cansancio a Javier que no se casara con esa mujerzuela, pero estaba enamorado, decía. Aunque luego lo hice entrar en razón, solo una mujer buscona trabaja y abandona a su marido y su hijo. —Completó el cheque.
—No aceptaré más dinero, señora. —Se levantó de su asiento.
—Le haré otro cheque por el mismo valor, siéntese doctor. Es incómodo verlo parado.
El doctor Cáceres se encargaba de los informes diagnósticos, pero no de los estudios hechos para llegar a estos. Su mayor error fue acceder a los pedidos de doña Morena para matar de sufrimiento a su antigua nuera por la muerte de su hijo. Al igual que ella, perdió a su hijo, deseaba que Milena perdiera al suyo.
Pensó que sería algo temporal, pero cuando le pidió que matara al niño, intentó hacerlo, pero las drogas lo dejaron en coma. Lo mantenía vigilado para que no despertara, y daba coimas a las enfermeras para que continuaran con una dosis de medicamentos.
Cuando José se empeñó en estar encargado de terapia intensiva por su obsesión por la madre de ese niño, se vio en un problema. Él tenía una excelente reputación como médico tratante y pudo conseguir el cargo sin mucha dificultad.
Lo único que José hizo mal era resignarse a los informes que estaban ahí y continuar el tratamiento, en caso que eso saliera mal, lo culparían a él por mala praxis y lo enviarían a un sumario.
El doctor Cáceres apeló hasta los directivos para que instaran a José a proponer la donación de los órganos a la madre, que vendió hasta su alma con órdenes judiciales para frenar cualquier procedimiento contra su hijo.
El periodo se extendió más de lo debido y estaba a punto de ser descubierto, debía aparecer alguien que necesitaba un donante y así todos saldrían bien, nadie nunca sabría que el niño pudo despertar antes.
Doña Morena dejó los cheques en el escritorio y como buena abuela, fue a ver al pequeño Benjamín, era tan pálido y delgado por los años que llevaba postrado gracias a ella y la corrupción existente en el sistema de salud.
***
Londres, Inglaterra
Se pasó toda la noche traduciendo informes. Las placas y análisis no coincidían con los informes. Debía tomar todos esos papeles y llevárselos con un especialista.
Se estiró en la silla, hacía crujir su cuello de un lado a otro por el cansancio. Milena no se movió, estaba en la misma posición en que la dejó. Se levantó, llevó los informes a su vehículo y los guardó en la guantera.
Eran las cuatro de la mañana y estaba muy frío afuera. Sé quedó unos minutos pensando, en cómo podían dar semejante diagnóstico sin estar seguros. ¿Cómo era posible?
Cuando decidió estudiar medicina, lo hizo para ayudar y no en matar a nadie. Lo que le hacían a Benjamín era un acto criminal, no digno de un médico y estaba seguro de que ese tal José estaba tras todo eso.
Tenía dinero para abrir una investigación y salvar al niño. Encontraría todas las pruebas y se las presentaría a Milena antes que lo creyera loco. Ella abrió los ojos al sentir que Alexander se recostó a su lado.
Sentía que su rostro estaba tan hinchado de tanto llorar. Necesitaba más consuelo. Como un gusano se arrastró hasta él y lo abrazó. Él sonrió y acarició esa mano que se colocó en su cintura sin decir nada. No podía juzgar a Milena, estaba tan golpeada, pero aún seguía en pie. La resignación de perder a su hijo la llevó hasta él y estaba muy agradecido, de lo contrario, no la hubiera conocido.
Se despertó porque escuchó que alguien golpeaba la puerta. A rastras se levantó y arrastró los pies con las zapatillas puestas.
Al abrir, Edmund estaba parado al frente.
—Santo Dios, Milena, ¿Alexander te golpeó? —preguntó sorprendido por verla tan pálida e hinchada.
—También debes verte guapo al despertar. —Le sonrió y se hizo a un lado para dejarlo entrar.
—Te aseguro de que me veo mejor que tú en este momento, ¿y Alexander?
—Creo que no piensa despertar. ¿Quieres un té, café o cocido?