Amor extranjero

58

Alexander y Milena volvieron al departamento. Ella miraba por la ventana sentada tomándose de las piernas. Él estaba tan avergonzado del proceder de su madre. Le preocupaba lo pensativa y alejada que se encontraba, mientras él estaba sentado en el sofá.

Se acercó hasta ella y se sentó enfrente.

—Me avergüenza mi madre.

Ella dirigió una mirada hacia él y luego de vuelta a la ventana.

—Alex, no creo que debas pelear con ella, es tu familia. Yo soy solo una extraña aquí que más pronto que tarde se irá. No vale la pena hacerlo.

—¿No has siquiera meditado la idea de quedarte aquí a mi lado?

—No puedo hacerlo, debo volver a mi casa y en el peor de los casos despedirme de mi hijo. Es un hecho que nunca debí dejarlo y venir aquí, pero estaba desahuciada, al borde de todo careciera de sentido.

—¿No ves en mí a un compañero? —indagó con gran curiosidad. Milena era tan negativa que estaba seguro de que ella no podía distinguir nada.

—¿A dónde quieres llegar con esto, Alexander?

—Quiero lo más simple y es saber si me amas.

—Sería un pecado amarte, el peor de todos, porque debo abandonarte. No puedo quedarme aquí, mi vida no está en Londres, está en mi país, está con mis recuerdos.

—¿Es porque convivimos desde hace pocos meses y tú no amas si no transcurren años?

—No es eso. Sí, también es eso —admitió mirándolo a sus luceros azules—. Me niego a amarte, cada día que pasa me niego a entregarte mi corazón, me niego a verte con los ojos del amor, me niego a vivir de nuevo, porque tú significas empezar otra vez y yo no creo poder hacerlo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas que querían escapar y demostrar cuánto le dolía la realidad que vivía. Él la hacía feliz, pero la sombra de su pasado empañaba cualquier posibilidad de mirar al frente, ser feliz era inmerecido.

—Pero no respondiste. —Sonrió—. ¿Tú sabes que yo te amo, Milena? Tú representas el principio de mi vida. Despertaste en mí una madurez que no pensé tener, me diste la valentía y el coraje de enfrentar a mi madre y le diste sentido a cada salida del trabajo. Este lugar lo quise para ti, para nosotros, porque quiero mi vida a tu lado.

Con el corazón apretando su pecho, lloró al escuchar lo que Alexander dijo. Ella no era una mujer que mereciera tales sentimientos, era una de las peores personas existentes, deseó la muerte de su esposo y abandonó a su hijo en una cama de hospital al cuidado de un amigo, que no merecía la carga que le ella le impuso.

—No puedo, no puedo —se disculpó y se tapó el rostro.

Alexander tocó la cabellera de Milena para consolarla.

—Aún no puedo convencerte de lo valiosa que eres. Calma.

Después de aquel altercado con la madre de Alexander, ella no volvió a pisar ese lugar. Él tampoco fue a verla. Su madre lo llamada con insistencia cada día y él evitaba contestarle.

Llevaba casi cinco meses en Londres, vivir con Alexander era un gusto terrible. La consentía sin medida, la adulaba y, por sobre todo, la tenía como una verdadera reina.

Recordó todas esas maravillas mientras abría los ojos por la mañana y...

—¿Humo? —se alertó. Miró a su lado y Alexander no estaba—. ¡Alexander! —Se dispuso a buscarlo por la habitación y luego por los pasillos.

Llegó hasta la cocina, lo vio abriendo la ventana y arrojó una sartén llena de algo negro que estaba rodeado por el humo.

—No lances eso —dijo tarde, él ya lo había hecho—. Oh, Alexander, lanzaste una sartén por la ventana, puedes golpear a alguien. —Tenía su cabeza entre las manos.

—Más me preocupaba que los detectores de humo mojaran el apartamento.

—¿Qué estabas haciendo? —cuestionó, observó el desmadre que dejó en su preciosa cocina.

—Cocinaba para ti. Quería darte una sorpresa.

—Y vaya que me la diste. —Le tocó el brazo para consolarlo.

—Lo siento, deberás desayunar en el trabajo, al igual que yo. Se nos hace tarde. —Le dio un corto beso y fue hacia el baño.

—Luego vendré a limpiar. —Se giró para correr tras Alexander.

Después de una relajante ducha juntos, ambos estaban más que atrasados para llegar a sus trabajos.

—¡Me voy, me voy! —Tomó Milen su cartera y se fue por la puerta.

Alexander solo negó con la cabeza. Miró hacia el suelo y a Milena se le cayeron las pastillas que tomaba.

Miró el calendario, era martes y ella se tomó las pastillas por última vez el jueves de la semana anterior. Era muy despistada, no era la primera vez que se salvaba de un embarazo. Las pastillas tenían un alto porcentaje de efectividad si se toman correctamente, pero como ella las tomaba, su efectividad era casi nula.

Colocó sobre la mesa las pastillas, buscó su casco y salió del departamento.

La condesa estaba molesta con su hijo. No le contestaba el teléfono, pero sabía cuál era su debilidad: la salud. Henry sería su cómplice sin saberlo, podría fingir un infarto o algo para verlo, pero a la larga, de nada serviría si no hacía otras cosas antes.




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