El pomo de la puerta del baño estaba frío bajo mi palma sudorosa. El clic de la cerradura al abrirse sonó como el ruido final de un ataúd cerrándose; no sobre mi cuerpo, sino sobre la mujer que fui. Al cruzar ese umbral, fue como si mi conciencia, templada en el vacío helado de la muerte, se hubiera ajustado a un nuevo espectro de visión. No eran gafas de visión nocturna; era una lupa sobre la verdad, quemando cada detalle con una claridad brutal y despiadada. La sortija de compromiso, sencilla y dorada, pareció pesar una tonelada en mi dedo, un mudo recordatorio de la promesa que había hecho y que ahora debía honrar.
La primera oleada fue de sonido. El agudo zumbido del pánico dentro de mi cabeza dio paso al murmullo de la fiesta. Era un sonido estratificado que ahora podía diseccionar. Por un lado, el tono más grave y cálido de los amigos de Daniel: risas contenidas, conversaciones que se entrelazaban en un ritmo cadencioso, el casual tintineo de copas. Por otro, una frecuencia más aguda y estridente: las risas altas y vacías de mi grupo, cortantes como vidrio, destinadas a ser oídas, no compartidas.
El aire mismo estaba dividido. Cerca de la cocina, el reconfortante olor de aperitivos caseros, de la tarta de pollo que Daniel había hecho con sus propias manos. En el centro de la sala, una pesada neblina de perfumes caros y competitivos, incluyendo mi propio "Minuit à Paris", que ahora me parecía el aroma de una decadencia anunciada.
Y entonces, la vista. Mis ojos recorrieron el apartamento que yo, en mi memoria envenenada, recordaba como un lugar menor, un escenario indigno de mi ilusoria grandeza. Ahora veía la decoración no con desdén, sino con una vergüenza ardiente. Las flores exóticas que exigí a precio de oro, dispuestas en jarrones enormes, parecían absurdas y fuera de lugar, marchitándose bajo el peso de su propia ostentación. Los cupcakes elaborados, con su glaseado perfecto, eran esculturas intocables, no comida. Todo lo que había impuesto – la vajilla de plata reluciente, los manteles de lino importado – era un grito desesperado de "¡Mírenme!". Un esfuerzo patético para enmascarar la cálida y sencilla belleza que Daniel había intentado crear. Había vestido un corazón sencillo con un disfraz de plástico, y la visión era de una profunda tristeza.
Era todo un escenario para mi humillación final, la que yo había orquestado para él. Mientras mis ojos recorrían las caras flores y los cupcakes perfectos, una nueva oleada de náusea me golpeó, no de la visión cósmica, sino de mi propia pequeñez. Recordé el plan. ¿Cómo pude ser tan cruel? La pregunta ardía en mi mente. Daniel siempre había sido bueno conmigo. Paciente con mis crisis, comprensivo con mis ambiciones vacías, un puerto seguro incluso cuando yo era una tormenta irracional. Se merecía honestidad. Se merecía un final digno, cara a cara, aunque fuera doloroso. Pero yo, en mi cobardía y arrogancia, elegí el camino que causaría el máximo daño, que preservaría mi imagen de "mujer fuerte" a costa de destrozar completamente su corazón. No solo planeaba dejarlo; planeaba aniquilar públicamente su dignidad. Ver la fiesta ahora, con estos nuevos ojos, era el castigo perfecto. Cada detalle ostentoso era un monumento a mi vileza.
Mi mirada, inevitablemente, fue atraída hacia el epicentro de ese universo, el sol alrededor del cual todos los planetas, incluida yo, giraban. Estaba cerca de la barra de bebidas, apoyado en el elegante bastón que era una extensión natural de su postura, no un estorbo. Conversaba con el profesor Aragon, su antiguo maestro de arquitectura. Daniel llevaba un sencillo traje de lino beige que enfatizaba sus amplios hombros, y su rostro estaba iluminado por una sonrisa tranquila y genuina. Esa sonrisa no era para la fiesta, ni para los invitados; era una expresión serena de alguien feliz de estar en su propia casa, rodeado de sus cosas y sus personas.
Mi corazón, ese músculo sano y traicionero que sentí despedazarse en otra vida, dio un vuelco violento en el pecho. Verlo era un alivio tan intenso que rayaba en el dolor. Una punzada aguda de nostalgia por algo que todavía tenía, pero que ya había perdido una vez, me atravesó.
Él me vio. Su sonrisa se amplió por una fracción de segundo, un reflejo de alegría, pero pronto fue reemplazada por una sombra de preocupación inmediata. Sus ojos, marrones e inteligentes, escanearon mi rostro, captando los vestigios de la tormenta que acababa de ocurrir en el baño. Con un cortés gesto de despedida al profesor, se movió hacia mí. Su forma de caminar era una especie de danza familiar, el leve balanceo del cuerpo, el suave apoyo del bastón en el piso de madera – un sonido que, para mí, era más reconfortante que cualquier sinfonía.
"Habías desaparecido, Dulce," dijo, acercándose lo suficiente para que sintiera el calor de su cuerpo. Su voz era un puerto seguro, un abrazo en forma de sonido que me envolvía. "Me preocupé. ¿Pasó algo?"
La tentación de derrumbarme, de contarle todo sobre el vacío, la entidad, la traición futura, fue un peso enorme en mi lengua. ¿Pero cómo? En lugar de responder con palabras, actué por instinto. Levanté la mano – la misma mano, con la alianza reluciendo bajo la luz, que tembló levemente al tocar su rostro. Las yemas de mis dedos exploraron la textura cálida de su piel, la firmeza de su mandíbula, la leve aspereza de la barba incipiente. Era real. Sólido. Vivo. La emoción se desbordó, y mis ojos se llenaron de lágrimas que luché ferozmente por contener, parpadeando rápidamente.
"Está todo bien, amor," mentí, con la voz entrecortada, ronca por la falta de aire reciente.
La palabra resonó en el aire entre nosotros,más dulce y pesada que cualquier otra. No lo llamaba así desde hacía tiempo, prefiriendo un "Daniel" seco e impersonal cuando la culpa y la insatisfacción se apoderaban de mí. Y él lo notó. Sus ojos marrones se abrieron ligeramente por una fracción de segundo, una mínima grieta en su máscara de preocupación, suficiente para que viera la sorpresa – un destello de esperanza cruda que intentó sofocar de inmediato. Aquella expresión fugaz fue una puñalada. Era un recordatorio de cuánta frialdad había inyectado en nuestra relación, y de cómo un simple "amor" sonaba a regalo para él. La culpa, afilada y venenosa, se retorció en mis entrañas. Se merecía más que migajas de afecto. Se merecía el banquete completo de un amor que yo, antaño, me negué a dar.
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Editado: 27.09.2025