Era el lado amable de su trabajo, contemplar los jirones rosáceos que clareaban entre las nubes cuando, minutos antes, amenazaban oscuridad de tormenta. Desde luego que no disfrutaría de aquel panorama si se hubiera quedado envuelto entre las sábanas; había que buscarle consuelo a las obligaciones. Llevaba haciéndolo los últimos diez años y así continuaba, a pesar de los oscuros nubarrones que amenazaban un futuro de tempestades. Ese era el lado áspero, la otra contrapartida: la empresa farmacéutica en la que trabajaba no era más que una ínfima rama de su empresa matriz, una multinacional eólica que ahora proyectaba prescindir de las filiales que entorpecían su marcha, enlentecida aún más por las sanciones económicas que les había supuesto la comercialización ilegal de los alimentos transgénicos.
El vehículo atravesaba un bosque de molinos de viento, en hileras perfectamente alineadas al borde de la carretera; las gigantescas aspas denigraban el paisaje, empequeñeciéndolo, casi lo convertían en irreal.
–…Al final tenía razón el loco aquel, son gigantes y no molinos –pensaba Eliseo al volante, mientras perdía de vista la silueta fantasmagórica de las enormes hélices giratorias, que transformaban el viento en energía–. Sí, gigantes, monstruos de verdad.
Al alcanzar la cima del puerto de montaña el paisaje agreste, llano y seco hasta entonces, cambió. Serpenteó monte abajo, entre curvas, hasta acceder a la carretera general, sin apenas tráfico a esas horas. Abandonó la autovía por la siguiente rotonda y enfiló el descenso, solitario, entre prados y bosques de un verde encendido. Conocía cada palmo de aquella carretera y sonrió para sí al comprobar que seguía sin señalizar aquel cruce que tan gratos recuerdos le traía. Por allí trascurría el camino del norte hacia Santiago de Compostela y se bifurcaba para convertirse en otro camino, el lebaniego, por el que, hacía apenas un año, él había ejercido de peregrino. Aminoró la marcha y, con la ventanilla bajada, respiró hondo, en un intento de atrapar recuerdos de una sensación. Le gustaba en especial aquel tramo en concreto; durante unos instantes no se divisaba casa ni población y el paisaje lo invadía todo. Le rondaba desde hacía tiempo la misma sensación al recorrer aquel paraje, algún día se animaría a llevarlo a la práctica y escribirlo. Sí, un bosque protagonista de una historia, pues aquellos árboles estaban vivos de verdad. Ese era el mejor de todos los lados, el que él mismo se procuraba, atisbos de lucidez para lo que más le gustaba hacer, escribir.
Desde la carretera comarcal divisó el letrero luminoso de color verde de la farmacia; giró a la izquierda y aparcó en un lateral del consultorio rural. Dos hombres, apostados a la entrada, aguardaban al médico que aún no había llegado.
Entró en la sala de espera al tiempo que una pareja de mujeres; en el interior, media docena de personas aguardaba la llegada del médico. Eliseo posó el maletín de trabajo junto a la puerta de la consulta y dio los buenos días en voz alta, aunque nadie contestó; estaba acostumbrado. Era el otro lado de su profesión, el más ingrato. Los pacientes nunca entendían, pero él sí, tenía que entender que no aceptasen de buen grado su aparición, la del viajante, que suponía una intromisión en el tiempo en que habían sido citados. Pero le desagradaba que sólo él tuviese que entender y soportar, al fin y al cabo aquella situación obedecía a unas pautas regladas desde las autoridades sanitarias para regular su trabajo, de manera que pudiese desempeñar su labor de informador sanitario sin entorpecer la rutina de la consulta. También él tenía que acudir a un centro de salud y después a otro y tampoco se trataba de tener que disculparse y explicar su modo de vida a los demás. Aquellos contratiempos o muestras de falta de tacto o de educación las tenía asumidas como inevitables gajes del oficio.
La chica que estaba sentada frente a él, precisamente la más joven de toda la sala, se mostró inquieta y no tardó en delatarse con un gesto amenazante de su dedo índice sobre el reloj...
–¡Sin colarse!
Eliseo hubiera preferido un “buenos días”, más proclive a la conversación desenfadada, pero el desafío se había planteado sin piedad, no le permitía escapatoria alguna.
–Aquí no se cuela nadie –replicó Eliseo, serio.
–¿...No?
–No, yo vengo con hora, igual que usted.
–Ya, ya, muy importante –la joven atacaba y mostraba su natural carácter batallador–, que tenemos que ir a trabajar.
–Pues eso, a respetar al que trabaja –Eliseo se lanzó, por más que intentó contenerse–, que no he venido a discutir con usted.