Dicotómico

IV. Nuevo

Batallar por el cumplimiento de los derechos, más que un menester, era un gusto para Alexia.

—¡Peacocke! ¡¿Qué cree que hace?! —increpó la Sra. Snipes quitando encolerizada unas pancartas que la revolucionaria estudiante pegó afuera del colegio, donde inició una ¿huelga?

—Exigir respuestas concretas, con pruebas, con una contabilidad honesta y sin fraudes de en qué se invirtieron las ganancias del Festival de Música del año pasado —demandó exaltada; le arrebató los carteles y volvió a pegarlos.

—Peacocke... —canturreó instándole a que se callara.

—Prometieron uniformes nuevos para las porristas y el equipo de básquetbol, ¿dónde están? —Los alumnos las fotografiaban entre cuchicheos.

—¡Ahora mismo me levanta esto!

—No. —Mantuvo su postura.

—Una semana de expulsión.

—No me intimida. —Sus puños se posaron en su cadera, desafiándola—. Y no permitiré que se sigan guardando lo que es de mis compañeros, lo que es resultado de nuestro esfuerzo.

—Usted se lo buscó, se cancela el baile de fin de curso —culminó yéndose invicta.

Vaya que se entrometió donde no era bienvenida. No solo estaba suspendida, sino que también desmantelaba el acto fanatizado por todos.

—Negocia con ella, pacten... No malogres mi cita con David —la presionó Brenda.

—Púdrete, Peacocke. —Alexia fue asediada por una turba enfurecida que lo mínimo que aspiraba era calcinarla, o desmembrarla un poquito.

—Yo que los defiendo y ustedes que no me apoyan. Por mí, se van todititos a la mierda. —Se hastió de que no valoraran sus bienhechoras intenciones.

Saltándose las demás clases, deambuló por el parque que colindaba con el instituto; incómodamente solitario esa mañana, mas era lo que requería: un interludio teatral; mismo que la oprimió con retortijones en sus tripas, o de hambre o de ansiedad. Analizándolo, se enfrentaría a dos inconvenientes: el primero, ser censurada por su activismo; el segundo, explanarle a Roxanne, su tía, que la expulsaron.

Discurriendo, bajo la sombra de un árbol de tallo ancho y follaje seco, se reclinó en la grama húmeda.

—¿Soluciones? —Caviló en alto por pesquisas y se golpeó repetidas veces la frente con las palmas.

—Acechar el fin de tu «escarmiento». —Una voz grave la despertó de su meditación.

—¿Claflin? —musitó topando al emisor de ese sonido tan barroco como lejano.

—¿Peacocke? —imitó y ella arrugó el entrecejo.

—¿Qué quieres? ¿Burlarte por arruinar su festín para copular o joderme como yo jodí tu potencial cita? —departió con un martilleo en la cabeza. ¿Era la efigie de alguien con Michael?

—Joderte. —No hubo gestos por parte de ambos—. ¿Y cita? Uf, eso es trágico, las citas barruntan conflictos. El amor no es una posibilidad para mí —agregó franco y ello le punzó a ella.

—¿No ibas a ir?

—Desacredito esos eventos. Gente aparentando ser fausta por una noche y al amanecer reculando a sus miserables vidas.

—Yo sí quería participar y no tengo una vida miserable —arguyó valuando el vacío que el verde de Michael reflejaba.

—Ajá —bufó desviándola de su perspectiva; lo apabullaba. Ella era tan benevolente para su misantropía.

Alexia en su interior se reprimió, se pasmó admirándole, conjeturando sobre lo que descifraría, tal cual una ecuación logarítmica, de él.

—¿Debería pedir que...? —Alexia roía sus uñas. En esa inquietud, Michael parecía de cera.

—No.

—¿No me aconsejarás que suplique por una tregua?

—¿Para qué, Alex? No hay de qué arrepentirse. —Su sonrisa fue una mueca compelida—. Alexia —corrigió la abreviación.

De tal talante, se distó que Michael inclinaba a repelerse a sí mismo cada que estaban a punto de intimar y ser más… amigos.

—¿Por qué eres así? —Lo pilló latoso ahondar en eso, pero lo esclarecería. Él era factiblemente desatento, y aun así no acibaraba las ilusiones de ella.

—¿Cómo? —trepidó confundido y curvó una ceja, mientras que Alexia confirmó que esa cara era su favorita: su cabello blondo, sus labios formando una «o» y la mirada de desbarajuste.

Si no fuera por su temperamento retorcido, Michael sería lindo.

—¿Cruel? —murmuró.

—Es lo que es —atestó—. Por más gris que sea, la balanza sesga a blanco o negro. Soy realista.

—Demarcaría pesimista —resumió.

Él rio por aquella innecesaria aclaración y la afonía se adueñó del escenario.

—Me disculparé.

—No lo ha... —No consumó la oración por los dedos de la rubia sobre su boca belfa. La turbación y una sensación desnaturalizada violentaron su lívida anatomía.

—¿Irías al baile conmigo? —invitó y sus mofletes ardían.

Que no lo note, que no lo note, que no lo note.




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