Era intocable el receso juntas, compartir un café americano y dialogar sobre las futuras metas. Llevábamos haciéndolo desde la Academia y, aunque no siempre nos permitieran dicho descanso, teníamos la costumbre de compartir a pesar del descaro de los jefes.
No se justificaba brindar antes de empezar las labores, salvo que mi deseo de formar parte de la DDI estaba un poco más cerca.
Y así vistiésemos uniformes, Belén relucía unas gafas de sol vintage que le hacían ver más alegre e interesante. Por si fuese poco, al ingresar al ambiente jovial de la tienda, las miradas seriales de unos motociclistas se paralizaron con nuestra llegada. Casi asimilaba como si les hubiéramos atrapado con las manos en la masa. No obstante, la música acorde a la época sonaba a flor de piel e ignorando la impresión que diera nuestra vestimenta, cantamos al unísono una de las tantas frases precursoras del grunge:
– My candles in a daze ‹cause I’ve found God... Yeah.. Yeah... –
Los hombres colaboraron con nuestro breve karaoke golpeando levemente las manos con la mesada y la barwoman, una mujer de unos 50 años, sonrió sin medida mientras presumía una pipa y un sombrero de paja. Asemejaba que habíamos entrado a un Bar Texano por su decoración de Lejano Oeste.
Luego de sentarnos en unos bancos que asemejaban a troncos con respaldo, aguardamos la llegada de la dueña.
Belén tomó un atado de cigarros, a medida descendía los lentes sobre el puente de su nariz. Suficiente como para observarme detenidamente. Me ofreció fumar, pero simplemente rechacé y, como si la otra mujer lo hubiera vaticinado, se adelantó desde la barra apuntando un encendedor hacia el cilindro de papel que mi compañera posaba entre los labios.
A medida se encendía el tacabo, Belén Palacios me guiñó un ojo y, seguí su mirada a un toro mecánico. Clásico entretenimiento de algunos bares.
No pude simular una sonrisa y ella rió al mismo tiempo. La dueña comprendió y musitó:
– Los fines de semana organizamos torneos para damas, únicamente –
Imposible no aceptar dicha propuesta, Belén asintió sin esperar mi respuesta y, luego, contestó:
– Si no tenemos guardia, vendremos a probar habilidades –
La mesera se deleitaba a pesar de mis dudas y, para romper el hielo, inició sus servicios.
– Qué desean beber, oficiales? –
Con mi particular atención al público advertí como los muchachones sopesaban las espaldas en la barra, tratando de comprender de qué iba nuestro diálogo. Sus miradas expectantes, vistiendo oscuras chaquetas de cuero, borcegos típicos de los ochenta, algunos de cuerpos fornidos y otros tan delgados como un porta sombrillas.
Como si fuera de extrañar que dos cadetes del destacamento fuesen a beber a un bar de poca monta, prácticamente a la vista del Departamento de los halcones. Así, solían llamarnos por observar y estar pendientes a todo tipo de acciones públicas.
Ciertamente, era de desconocer si otros oficiales habrían pasado por el sitio con antelación, éramos nuevas en el destacamento de Villa Italia, en el conurbano bonaerense, y, que poseía ciertas bandas de renombre, algunos numerosos casos de crímenes y desconcierto frente al orden policial.
Veníamos de una ciudad importante para la República, con una academia preparada para abastecer a miles de reclutas cada año y hacía pocos días que compartíamos experiencias en la nueva sede.
Para nuestra suerte, Villa Italia ostentaba dos residencias en sitios opuestos al departamento, que alojaba a cadetes, como nosotras, que carecíamos de un hogar propio.
Se trataban de residencias con habitaciones compartidas por compañeras y alguna agente de mayor desempeño.
En el confín de las reflexiones, desperté de mi observación espacial al ver la pícara alegría de Belu con sus gafas y el pucho en una de sus manos.
– Hellouuu... –
No pude evitar reír mientras mi compañera braceaba en el aire. Trataba de espabilarme cuando, a tiempo, se avecinaba Sandra, la dueña que procuraba servirnos.
El aroma del café se tornaba delicioso y apenas alojaba las tazas sobre la mesada, al tiempo que, en un ágil movimiento, alcanzaba a Belén un cenicero que la dueña parecía llevar en su bolsillo trasero.
Me detuve a reflexionar, a medida admiraba el vapor de la taza elevarse. Y, en el cuadro de unos breves segundos, Sandra regresó con dos vasos pequeños cubiertos de agua.
Me sorprendía que no usara fuente para alcanzar todo en un viaje.
– ¿Solamente yo hablaré hoy? – Indagaba, con ironía mi compañera y negué por instinto. – ¿En que pensás? –
Probé sorbo del café a medida intentaba armar un mensaje mental de lo que pudiera decir..
Si bien no era muy dada para dialogar, menos en presencia de hombres que asimilaban a hostiles reos.
A diferencia de Belén, que solía rivalizar con toda introversión, yo solía sufrir de pánico al sociabilizar y tenía la tendencia de quedarme sin palabras. Así miles de respuestas se conformaran en mi consciencia.
A veces viajaba tan lejos en reflexión que asimilaba a soñar despierta. Tal es así, que no recordaba en qué momento pedimos las bebidas, aunque siempre brindábamos con lo mismo y no me sorprendiera el servicio.
Asimismo, mi compañera me conocía lo suficiente y me tenía más paciencia. Incluso más, que el renombrado Ricardo Pétrico, quién sería mi nuevo jefe a partir de ese día.
En los minutos venideros, escuché la simpatía de Belén y toda la información necesaria, correspondiente, a la residencia. Puesto que ella venía de dicho sitio. Luego de abonar por el servicio de Sandra, decidimos partir de regreso a las oficinas. No era como si pudiésemos extender tanto la estadía cuando eramos nuevas trabajadoras.
De regreso, reflexionaba sobre los últimos temas dialogados. Siquiera recordaba cuánto nos habría cobrado Sandra y, como una especie de mural en la memoria se conformaba una biblioteca, cuyos libros titulaban lo más importante que recordaba.