El bosque era una línea negra al fondo del paisaje. Por kilómetros no se veía nada más. Estaban en una llanura repleta de pasto marrón secó.
Hicieron las fogatas cavando un hoyo y rodeadas de piedras para que no se extendiera el fuego. Solo pusieron dos antorchas en los puntos más obscuros del campamento pues el peligro de incendio era muy alto.
La luna estaba en su punto más alto, como todos los días a media noche. Aún así no iluminaba gran cosa.
Eilar no conocía a nadie que hubiera visto como era antes pero su abuelo le contaba historias. Sobre una segunda luna de color rojo a la que sus ancestros llamaban el ojo de dios. Le contaba sobre las noches muertas y las noches llenas; sobre el dios del que hacía mucho olvidaron el nombre.
También le había hablado de los días en que la montaña roja no existía. Los días en que sus ancestros se dedicaban a navegar por el océano. Los días en que los caballeros recorrían el mundo protegiendo a los desamparados, castigando a los malvados. Los días en que este mundo estaba más vivo.
Abjil estaba sentado a su lado, el chico miraba la fogatas sin decir palabra, absorto. Las llamas bailaban llevadas por el ritmo de un viento apenas perceptible. El crepitar de las llamas era lo único que se escuchaba en la noche. Desde que llegaron ahí no había escuchado lobos, o pájaros, ni siquiera insectos. Al parecer ellos eran los únicos locos que se acercaban a este bosque.
Levantó la mirada y vio la luna, el orbe brillaba y montones y montones de estrellas le coronaban. La cara de la luna tenía la boca abierta en un grito mudo. Eso le recordó a Yukineito, su agonía y sufrimiento. Esa súplica final.
—¿Por qué? —Preguntó al aire sin importarle si la escuchaban.
Es que no tenía sentido, esa chica era mejor que cualquiera del grupo. Si alguien se merecía vivir era ella. Dioses, solo tenía 15 años.
Maldito fuera Ko, y malditos todos los que vinieran detrás de él. Iba a matarlos, a todos y cada uno; y si volvían a la vida tanto mejor. Después de todo ella aún tenía al menos medio siglo para seguirlos matando. Después de eso el mundo se podía ir al carajo.
—Se te nota la ira en la cara.
Era la voz de una mujer. Eilar regresó de su contemplación de la luna. Estaba enojada y frustrada por no haber podido hacer nada. Se desquitó con la recién llegada.
—A ti se te nota la gordura en la cara. —Le soltó con toda la intención de hacerla retroceder.
La mujer, Aleaha según ella misma se había presentado, soltó algo a medias entre una risa y un bufido.
—Me alimento bien, hubo un tiempo en el que solo podía llevarme a la boca lo que cazaba y he de reconocer que no era la mejor cazadora.
En ese momento Abjil notó a la mujer y levantó la mirada del fuego. Ella lo miró de vuelta. Se giró y así Eilar pudo ver un pendiente en forma de triángulo que colgaba de su oreja derecha.
—¿Cuántos años tienes? —Preguntó la pelirroja.
Abjil miro a Eilar, fue una mirada rápida, como para consultar en su rostro la forma de tratar a la invitada.
—Diez y seis.
—Diez y seis. —Repitió la mujer como si no se lo creyera.
—El no es Togos. —Aclaró Eilar.
—Ya veo, ¿y que eres?
Su maestra volvió a contestar por él.
—No sabemos.
La mujer hizo un sonido desganado de entendimiento, se quedó parada un momento como considerando algo. Luego se sentó en cuclillas a un lado de la fogata, de frente a ellos.
—Oye chico... ¿Cómo era? ¿Abjil...? Abjil, serías tan amable de traerme una petaca de cuero que tengo en la tienda. —Señaló con la mano al otro lado del campamento.
Abjil consultó a su maestra, ella le hizo una cabezada y él obedeció. La mujer no dejó de sonreír amablemente hasta que el chico se alejó un par de metros. Enseguida se dirigió a Eilar.
—No tiene caso. Eso que estás pensando, ya lo dijo ese güero, esas cosas son como marionetas...
Eilar la interrumpió.
—Yo también lo escuché mientras poníamos las tiendas. En realidad no me importa.
—Pues debería. Como yo lo veo, nunca habíamos tenido una oportunidad de terminar con esas cosas. —Eilar apartó la mirada pero Aleaha siguió insistiendo—. Sí es cierto lo que dijo entonces hay alguien detrás, alguien que podríamos matar y toda ésta mierda se acabaría.
—¿Y como propones hacerlo? Incluso si tu suposición es cierta, ¿Cómo vamos a encontrarle? ¿Y si son varios, y si matarlos no hace que las sombras desaparezcan?
Había estado a punto de gritar pero se contuvo lo suficiente. Abjil ya regresaba de la tienda de Aleaha. Ella lo notó y antes de que se acercara lo suficiente para escucharlas dijo algo más.
—No sería diferente de lo que planeas. ¿Por qué no tomar la oportunidad? Igual vas a eliminar tantas de esas cosas como puedas.
Después de eso no se volvió a hablar del tema. El escudero entregó lo que había ido a buscar. La mujer le dio un trago y se lo ofreció a Eilar. Ella negó con la cabeza así que fue el turno de su alumno. Él sí bebió un poco y luego se durmió mientras Aleaha les contaba una historia sobre unos perros salvajes con los que competía por la caza cuando era niña.
Eilar no pudo dormir y sospechaba que nadie aparte se su escudero lo había logrado...
La mañana llegó pero no la acompañaba el sol. El cielo estaba cubierto por nubes de tormenta, negras y muy bajas. Levantaron el campamento, apagaron las fogatas, recogieron las antorchas y prepararon las armas.
Eilar se vistió con su armadura. Acero de Golgón en las partes rígidas y acero negro en las articulaciones. Era una de las pocas cosas que había conservado de su tiempo como heredera de su madre. Antes de su exilio voluntario. El casco era una cabeza de guiverno eléctrico. El pico le bajaba por la frente y cubría su nariz. Su cuello lo cubrían los huesos superiores de las alas del animal, recogidas como si se preparase para lanzar un relámpago. El resto le cubrían el pecho, el abdomen, costados y espalda.
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Editado: 30.06.2021