Volví a la cocina sin haber conseguido nada. Su madre lo supo nada más verme y me dio una tierna palmada en el brazo. Era duro, pero algo me decía que lo había heredado de su madre. Me senté en una silla y suspiré con fuerza, justo cuando Aldana estaba a punto de entrar en la habitación. Me miró como para asegurarse de que no le había dicho nada a su madre y luego miró a su hermana. Le sonrió con cariño y consiguió en un segundo derribar todos los muros que había levantado cuando fui a hablar con él.
― ¿Estás bien? ― le preguntó con severidad.
― Sí, señora psicóloga, estoy bien.
― Te lo digo todo por tu bien.
― Lo sé, pero dejemos de hablar ahora, tenemos una invitada aquí ―, respondió, mirando hacia mí. No quería que yo supiera lo que había pasado, cómo se sentía, si estaba bien o no, porque no confiaba en mí. No había ninguna otra razón. Entre nosotros, yo tampoco le confiaría a un desconocido mis asuntos personales, especialmente con un tema que parecía causarle un intenso dolor. Lo entendía y no podía guardarle rencor por ello.
Empezamos a poner la mesa juntos mientras su hermana ayudaba a su madre en el baño. Intenté evitar mirarle, pero no pude ignorar sus intensas miradas que atravesaban mi mente. Quería saber qué pensaba, si había sacado alguna conclusión sobre su situación. Fui a por el cuchillo para cortar el pan, pero él me lo impidió poniendo su mano sobre la mía para detenerme. Lo apretó un poco, sobresaltándome mientras su pulgar acariciaba el mío por un momento fugaz. La lógica decía que retirara mi mano inmediatamente, pero no lo hice porque me gustaba cómo se sentía. No fue por el Aldana, sino por el hecho de que hacía tiempo que nadie me cogía de la mano, así que el movimiento me pilló desprevenida.
― Necesito explicar algo ―, dijo en voz baja, hablando rápido, nervioso. ― No quiero que mis cosas de familia sean noticia, así que lo que escuches hoy, quiero que se quede aquí.
Su tono me despertó y finalmente retiré mi mano de la suya. ― Si lo dices una vez más, puede que se me malinterprete ―, comenté sin una pizca de broma.
― Tengo que protegerme a mí y a mi madre ―, insistió, con una mirada suplicante.
― No sé por qué crees que soy capaz de salir a contarle al mundo los asuntos de tu familia ―, dije, sin poder ocultar que me molestaba que no me mostrara ninguna confianza. ― He firmado un contrato que dice que, si filtro información sobre ti o el juego, tengo que vender mis órganos vitales para salir de la producción ―, me reí nerviosamente. Me enfadé porque ya sentía que mis ojos se estaban llenando de lágrimas y si volvía a llorar delante de él, me pondría furiosa conmigo misma. ― No te preocupes, no voy a decir ni una palabra, estoy obligada por un contrato y no voy a romperlo porque soy un profesional.
Soplé la nariz y me alejé de él, pero me detuvo agarrando mi mano. ― Amalia ―, susurró mi nombre, disculpándose. ― Sé que a veces me paso de la raya, pero para mí mi familia es lo más importante. No quiero que sean acosados por los paparazzi y los medios de comunicación. Sé que tengo que confiar en ti... Lo estoy intentando...
No llegó a terminar la frase porque su madre volvió a la cocina. Me soltó la mano bruscamente cuando la vio, pero de ella no pasó desapercibida la tensión entre nosotros en absoluto.
― La cena está casi lista ―, le informó, dándole un beso en la mejilla y luego, levantándola de la silla de ruedas y llevándola a una silla cerca de la mesa. ― Tomen asiento y yo les serviré ―, continuó mientras me indicaba que me sentara cerca de su madre.
― Amalia, no sabes cuánto me alegro de que te hayas quedado ―, me dijo la mujer.
― Yo también, señora Aldana.
― Llámame Adela, por favor. Háblame de tu familia ―, me rogó.
― Vale... bueno, mi familia es de Barcelona. De ahí vengo. Mi padre es constructor y mi madre es profesora de los últimos cursos de primaria. Tengo un hermano mayor y una hermana mayor.
― ¿Vivías en Barcelona muchos años?
― Sí, bastantes. Cinco en particular. He venido aquí para perseguir mi sueño ―, confié.
― ¿Sí? ¿Y qué es ese sueño? ― quiso saber, mirando hacia mí con intenso interés, al igual que su hijo, que había dejado de cortar la lasaña para escucharme.
― No importa, de todos modos, se ha hecho añicos más de una vez, y ahora es el momento de seguir adelante. Para encontrar otro sueño.
Me llamó la atención la mirada que me lanzó Aldana. Era como si reconociera lo que estaba diciendo, como si conociera mi sueño y el motivo por el que quería renunciar a él. No le presté atención, tal vez reconoció una parte de sí misma en mí. Cogí el plato que me ofreció y olí el gran trozo de lasaña que había en él. Era delicioso.
― Felicidades, Manuel ―, dije amablemente. ― Nos vemos el año que viene en Master Chef ―, le dije en broma y enseguida se rió de mi chiste.
― No gracias, no lo haré.
― Me sorprende que hayas decidido participar en un juego como ese ―, espeté mientras daba un gran bocado de lasaña. No respondió. Levanté la vista y vi que los tres miraban sus platos en un intento de evitar mirarme. Me sentí mal por mi pregunta, así que opté por masticar la comida y dejar de hablar.
Afortunadamente, las siguientes horas transcurrieron de forma agradable, ya que todos decidimos hablar del viento y del agua, dejando atrás temas que podrían haber estropeado nuestro estado de ánimo. Adela era una persona que no podía dejar de adorar. También Beatriz, a quien le encantaba burlarse de su hermano todo el tiempo. Pero él también cambiaba en cuanto a sus chicas, como él las llamaba. Hacia las cuatro convencimos a Adela para que se acostara un rato, en compañía de su hija, después de despedirnos de ellas. Nos quedamos a limpiar. Aldana despejó la mesa mientras yo lavaba los platos, hasta que finalmente se puso a mi lado y comenzó a limpiarlos y a colocarlos en su sitio.