Elvis y Luna

Malvina

Junio terminó y empezó Julio con todo y un invierno voraz, dando inicio a las vacaciones el primer lunes después del 9 de Julio.

Mi familia tenía programado un viaje a las Cataratas del Iguazú para pasar ahí una de las dos semanas del descanso de mitad de año, pero no íbamos solos ya que nos acompañarían mis tíos Enrique e Isabel, la hermana de mi mamá, junto con sus hijos, mis primos hermanos Luz y Santiago, de seis y doce años, respectivamente.

Elvis y yo no nos volvimos a dirigir la palabra, ni en el colegio ni en MSN, y lo prefería así porque luego de su “excusa” había quedado muy ofendida con él.

Ruth me había regalado un celular como regalo de quince años y premio consuelo por haber padecido la peor fiesta de la historia; obviamente mis padres no estaban enterados o me lo habrían confiscado, así que me mensajeaba con mi amiga sólo cuando no tenía a nadie cerca y el celular vivía en silencio. Me hubiese gustado ponerlo en vibrador pero cada vez que le llegaba un mensajito parecía que tenía un terremoto dentro por cómo vibraba y no quería que me delate. Ya varias veces se había caído de la mesa y no quería que se parta en mil pedazos antes de que cumpla el mes.

Le pedimos a la vecina que cuide de Lola la semana que no íbamos a estar y partimos rumbo a las Cataratas bien temprano a la madrugada, escapando del frío salteño para cobijarnos en la tibieza de la selva misionera.

Afortunadamente, papá había cambiado el auto un par de semanas antes del viaje, y ahora tenía un Megane de cuatro puertas, pero igual estábamos bastante incómodos. Malvina iba al medio, Antonio detrás de mi mamá y yo detrás de mi papá, mientras que la conservadora con las botellas de agua iba sobre mi hermana.

La política de viaje con mi viejo era muy sencilla: No se paraba en ningún lado salvo para cargar combustible o por algún imprevisto. Y en esas paradas para echar nafta al tanque del auto nos bajamos todos al baño aunque no tuviésemos ganas porque mi viejo no iba a parar hasta que el medidor marque cuarto de tanque.

Fue así que el viaje desde Salta hasta las Cataratas del lado brasileño lo hicimos en doce horas cuando tomaba unas dieciocho, como mínimo.

Siempre me gustó viajar a las Cataratas y no era la primera vez que iba, lo que más me gustaba del paisaje era cuando dejábamos Chaco y entrábamos a Corrientes ya que el cambio de panorama era repentino: De ver solamente arbustos bajitos a kilómetros a la redonda aparecían de la nada palmeras tan altas como mi casa, estaba todo mucho más verde y los esteros alojaban todo tipo de aves y en el Puente General Belgrano se tenía una vista de trescientos sesenta grados del Río Paraná y la entrada a la ciudad de Corrientes.

Aunque los paisajes bellos no terminaban ahí porque bastaba que se pise la provincia de Misiones para que el color de la tierra cambie de marrón a rojo.

-Algún día vamos a recorrer la Argentina de Norte a Sur por la Ruta 40 y van a ver lo hermoso que es nuestro país-decía mi papá como en todos los viajes en familia. Mi viejo era el colmo de lo raro porque alaba a la Argentina pero prefería vacacionar en Brasil. Eso sí: A lo gasolero[1], comiendo en el departamento que habíamos alquilado por la temporada, saliendo únicamente para la playa o hacer las compras y con mi viejo mirando fijo al mar sin dar pelota a nada más, mi hermano trotando o jugando al vóley, mi mamá tomando Sol como lagartija y mi hermana y yo en el mar (yo haciendo de niñera).

Aunque de los cinco que íbamos en el auto, sólo dos nos manteníamos despiertos: Mi papá, que iba conduciendo, y yo, que le hacía de copiloto y logística del viaje. Mis hermanos y mi mamá dormían el 80% del viaje y el otro 20% estaba repartido entre escuchar música con los auriculares, leer, mirar por la ventana, charlar un par de cosas, pedir sándwiches, gaseosas, café o quejarse del aire acondicionado; mi trabajo consistía en alcanzarle a mi papá agua, despegarle la remera de la espalda transpirada, leer el mapa y decirle cuantos kilómetros había entre pueblo y pueblo, avisarle de alguna estación de servicio cerca (en esa época no había GPS y hasta el día de hoy odio ese aparato para viajar) y charlar con él para mantenerlo despierto y alerta.

A pesar que mi hermano y mi papá tenían muchas cosas más para charlar debido a la carrera que ambos habían elegido, Antonio prefería mantener las charlas con él al mínimo. Mi hermano era más bien tímido y callado, lo habían martirizado que al ser el hermano, nieto y primo mayor debía de dar el ejemplo en todo, así que él era el colmo de lo sano y lo responsable. Había terminado el secundario con un excelente promedio, en la facultad le iba muy bien, no fumaba, ni bebía, ni salía más de un día a la semana con sus amigos, tampoco traía mujeres a la  casa (de hecho, estuvo de novio tres años con la misma chica hasta que ella lo engañó con uno de sus amigos y nunca más volvimos a saber si andaba noviando); él sólo hablaba conmigo, y era quién más consejos me daba, pero con mamá y papá tenía un trato frío y distante; pero con las vacaciones eso mermaba un poco debido a la convivencia obligada en un espacio reducido, por eso mi hermano se ponía sus auriculares y se perdía en su mundo cuando ya estaba harto de nosotros (yo hacía lo mismo), las vacaciones de los Soler era siempre lo mismo.




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