Enamorarme la primera vez fue mi error

capítulo 4

Voy subiendo las escaleras con dirección a mi apartamento cuando me encuentro con Daniel, que, por cierto, va impecable con unos vaqueros negros ajustados y una camisa a juego, con los primeros botones abiertos. El estilo le da un toque misterioso y sexi. Está arrebatador.

—Buenas noches, preciosa. —Me saluda, pícaro.

Yo le devuelvo el saludo con un: «hola». Al tiempo que él se acerca y me sorprende al darme dos besos en las mejillas, empapando mis fosas nasales de su maravillosa colonia.

¡Vaya con los europeos! ¡Qué forma de saludar!

No es que yo sea una persona seca ni antipática, pero tampoco ando por ahí, repartiendo besos a personas que apenas conozco.

Después de recuperarme y salir de babilandia, le doy las buenas noches y comienzo a subir las escaleras. Tan solo he subido tres escalones cuando lo escucho llamarme.

—Eve, la otra noche no me diste tu número.

«Noooo. Y no por falta de ganas», pienso al tiempo que las mariposas revolotean en mi estómago.

Estoy que doy brincos de felicidad, no solo porque se haya acordado de mi nombre, que, por cierto, en sus labios y con ese acento tan encantador que tiene, hace que suene a pecado, sino también porque es más que obvio que está interesado; no obstante, como toda mujer, me gusta hacerme la interesante, por lo que respondo secamente.

—No, no lo hice.

Él se me queda mirando con sus penetrantes ojos, y al ver que no añado nada, insiste.

—¿Y crees que me lo puedas dar ahora?

Me vuelvo a quedar callada. El corazón me late a toda prisa. El tipo no se anda con rodeos.

¡Me gusta!

Está claro que él me gusta. ¡Me gusta mucho! Pero no quiero que se crea el más más, por estar tan bueno, ni tampoco que piense que le ando dando mi número a cualquier hombre, de buenas a primeras.

Respiro hondo.

—No lo sé, ¿Cómo para qué tendría que dártelo? —Le suelto, impertinente

Él me observa y sube un escalón, de manera que quedamos a la misma altura.

—Quedaste en enseñarme la ciudad, y pienso que sería más fácil si tengo tu número para poder llamarte y quedar, uno de estos días —añade con una sonrisa seductora y una seguridad aplastante.

Su cercanía hace que el corazón se me acelere un poco más.

¿Cómo hará para verse tan bien?

Lo miro, lo miro y lo miro. Tengo dos opciones, o seguir haciéndome la interesante un poco más o hacer lo que me muero de ganas desde que nos cruzamos el otro día.

Sé muy bien que le voy a dar mi número, hace rato que esa decisión fue tomada, de manera que tomo el celular de su bolsillo y le hago un gesto con la cabeza, para que lo desbloquee. Él sonríe, victorioso, sabe que se acaba de salir con la suya. En cuanto lo hace, le guardo mi número entre sus contactos, y devuelvo el teléfono al bolsillo delantero de su camisa negra.

Sus labios me lanzan una sonrisa baja bragas. Levanta la cabeza, hasta estar a solo centímetros de mi boca; tanto, que por un momento creo que me va a besar.

—Ahora sí tendré buenas noches —dice, sin quitar sus ojos de los míos y haciendo énfasis en la palabra «sí».

Sonrío.

Está siendo un adulador, pero está tan bueno el condenado, que se lo paso por alto.

 

 

—Buenos días —saludo a mis compañeras de forma jovial, dispuesta a enfrentarme al último día de mi primera semana laboral.

Lizzy y Paige me devuelven el saludo de la misma manera, al contrario de Charlotte, que únicamente me dedica un «hola», entre los dientes. No le caigo bien, y no tengo idea del porqué.

Ocupo mi asiento, y de inmediato Paige se levanta de su silla y se acerca a mí.

—Luces radiante, ¿a qué se debe tanta alegría?

Sonrío, a la vez que ladeo la cabeza.

—Mi reina, es viernes, y el cuerpo lo sabe —respondo—. Es fin de semana y en la noche voy a salir con unos amigos, ya sabes, para darle un gusto al cuerpo.

Estoy agotada, después de cuatro meses de paro mi cuerpo se ha acostumbrado a la vagancia, y la semana ha estado muy movidita, de manera que no doy para más. Me encerraría en mi pequeño apartamento y dormiría hasta el lunes, sin embargo, le he prometido a Molly que saldríamos en la noche; además, estamos en pleno Clásico Mundial de Baseball, esta noche hay juego, y no pienso perdérmelo.

Mi compañera sonríe y regresa a su puesto.

 

 

A media mañana, Paige me arrastra a la cafetería. Mientras nos tomamos un café le cuento mis planes, incluso, la invito, pero ella, horrorizada, se niega; según sus palabras, no entiende cómo a una chica le puede gustar esa clase de deporte. Ambas nos sorprendemos y quedamos encantadas al darnos cuenta de que las dos vivimos cerca.

Ella vive en Prospect Heights, a unos treinta y cinco minutos a pie de mi casa. Chismeamos un poco sobre la empresa, para después pasar al tema del corazón. Ella está que babea por un tipo, y yo le cuento sobre cierto Apolo, que quedó en escribirme, pero que aún no ha dado señales de vida.




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