El domingo, apenas pongo un pie fuera de la cama me quejo del dolor. Me duele todo el cuerpo, pero, sobre todo, las piernas; y el único culpable de mis males es él, David. Pienso, con una sonrisa.
Es que después de nuestro pequeño altercado por culpa de mi nombre, seguimos corriendo y jugando a mi juego de preguntas; al final, le confesé que el libro que no había terminado fue el de Romeo y Julieta.
—¿Por qué? —Me preguntó, y le fui sincera.
—Porque es Shakespeare y, para mí, es como si estuviera en ruso.
Recuerdo gratamente el estallido de carcajadas que lanzó, fue agradable escucharlo reír tan abiertamente; su risa fue cálida. Se veía diferente, y me gustó mucho más ese David, risueño y relajado. Al final terminamos corriendo los cinco kilómetros, y ni yo me lo creía.
Sin embargo, aquí está la consecuencia, creo que durante una semana caminaré como si tuviera algo metido entre el culo.
Por la tarde, luego de almorzar, como no es mucho lo que puedo hacer en mi estado, le mando un mensaje a Daniel, pero este me responde que está en el gimnasio y, que luego se pasará por aquí, para anunciarme una sorpresa.
«Para variar», pienso con ironía, ¿y ahora con qué sorpresita me saldrá?
Me doy una ducha, me pongo un pijama cómodo, cojo una botella de vino tinto, y me tumbo en el sofá de la sala, dispuesta a relajarme y pasar un día tranquilo, acompañada de un maratón de How to Get Away with Murder.
Después de cuatro episodios, estoy tan agotada, que me quedo frita en el mueble. Cuando me despierto, ya es de noche y, Daniel, nada que da señales de vida. Así que apago el televisor y me voy a la cama.
El lunes en la mañana, de vuelta al trabajo, estoy en la cafetería, buscando mi dosis diaria de cafeína, es que yo sin café no soy persona. Estoy sentada, leyendo el periódico, cuando veo llegar a Paige; sonrío, encantada de ver que me ha hecho caso y se ha puesto una falda jeans, arriba de las rodillas, unas botas vaqueras y una camisa verde limón, que escogimos juntas y que resalta el color de sus ojos. Se ha hecho una cola alta y se ha puesto un poco de maquillaje.
Camina en mi dirección con torpeza e inseguridad, a toda prisa; creo que trata de pasar desapercibida, pero falla totalmente, porque giro la cabeza y encuentro a media cafetería mirándola; incluso, el indeseable de Peter está boquiabierto, con un cruasán a medio camino de su boca.
—Oh, por Dios, siento que todo el mundo me mira. —Me dice al llegar a la mesa, casi a la carrera, y ocupar un asiento frente a mí, al mismo tiempo que se acomoda los anteojos.
—Es algo bueno. Deberías estar complacida, porque estás preciosa.
—¿Estás segura? Mira que me siento desnuda.
—Tesoro, estás perfecta. Es solo cuestión de tiempo, a que te acostumbres a no pasar desapercibida… Aunque, te faltó algo.
—¿Qué cosa? —inquiere, haciéndose una inspección, desconcertada.
—Seguridad, Cariño. Puedes ponerte lo que quieras, pero debes saberlo llevar con la frente en alto, es lo que le demuestra a los demás que tienes confianza en ti misma; y que te importa un rábano lo que ellos piensen de ti, que solo tu opinión cuenta.
Ella sonríe, complacida.
Bajamos de la cafetería, y al llegar a nuestro puesto, Lizzy y Charlotte se quedan igual que los demás, pasmadas por el cambio de mi chica fuego.
Empezamos a trabajar de lo más a gusto, mientras Paige me explica que Brad la llamó el domingo y, quedó en pasar a revisar la computadora cualquier día de la semana. Entre llamadas y llamadas vamos armando varios temas de conversación, para que las cosas salgan como ella quiere.
Al mediodía bajamos a la tienda de la esquina, y comemos con David. Por primera vez, desde que almorzamos juntos, la comida resulta de lo más amena; su actitud es otra, ahora es más abierto y participativo.
No deja de estar serio, pero está más receptivo; tanto, que descubro que le gusta el béisbol, así que lo invito a ver la final, el martes; claro, conmigo, Molly y Justin. Para mi grata sorpresa, no se niega, y hasta Paige termina animándose y se suma a la lista.
Llego a mi edifico como a las siete de la noche, agotada. Ha sido un día largo. Recojo el correo y subo los escalones a paso lento, mientras le voy echando un vistazo rápido.
—Hola, preciosa. —Me saluda Daniel, agarrándome por la cintura, y sobresaltándome.
—Miérquina, casi me matas de un susto. —Me quejo, en el momento que se me caen los sobres de las manos.
—Lo siento, te he visto a distancia y he corrido para alcanzarte, pero ibas tan centrada en tus papeles, que no me has visto llegar —dice, y las comisuras de sus labios se curvan en una sonrisa de niño travieso. Se ve tan feliz y relajado con su cabello alborotado, que termino contagiándome de su entusiasmo y, también sonrío, mientras me agacho, pero él se me adelanta, se acuclilla y lo recoge por mí.
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Editado: 26.06.2020