La fantasmal figura del hombre encapuchado desapareció a la luz de la luna y dejó a Yaoc con el corazón desbocado. Ella estaba acostumbrada a despertar con seres indeseables a su lado, observándola dormir apaciblemente con los ojos melancólicos, como si echaran de menos aquella capacidad de desapartarse de la realidad y sumergirse en el mundo de los sueños dónde seguían vivos, disfrutando de las bellezas del mundo de en medio o, por lo menos, alejados de los sufrimientos del inframundo; pero aquella presencia la había dejado muy intranquila, y no fue exactamente por aquella energía intensa que emanaba, esa que le oprimía el pecho y le nublaba la razón, sino por sus palabras.
¿Qué había sucedido mientras la guerrera dormía?
Yaoc tenía la sensación de que algo malo se gestaba bajo la inocente luz plateada.
No pudo volver a cerrar los ojos, no después de la advertencia, en cambio, dedicó su tiempo libre para investigar los alrededores, para perseguir pequeños roedores que se devoró sin problema alguno y cuando el sol se asomó por el horizonte, emprendió el viaje de regreso a la chimenea de la bestia.
Con la luz del día, Yaoc esperaba echar un buen vistazo del enemigo, se imaginaba observando sus enormes fauces, las largas plumas oscuras y lo que sea que hiciera aquel ruido metálico al moverse, pero lo que encontró al llegar la sorprendió a sobremanera.
Al bajar los escalones de piedra brillante notó algo muy raro, no había ruido alguno de respiraciones profundas y enérgicas, ni aquellas cosas de metal raspando la roca, ni el sonido de las plumas… Yaoc bajó con precaución, olfateando el aire que aún olía a copal e incienso, agudizó los sentidos y puso especial atención a cualquier tipo de movimiento o señal de vida.
Llegando a la parte oscura, casi donde había llegado la noche anterior, algo la alarmó, haciéndola saltar, arquear el cuerpo y sisear, se le erizaron hasta los pelitos de las patas. Alguien había friccionado un material con la roca, creando una chispa y consecuentemente, un fuego que encendió una antorcha que iluminó el fondo de la chimenea.
Un hombre requeteó con el fuego en la mano hasta el inicio de la escalera y poco a poco fue encendiendo la serie de lámparas hasta que la parte inferior del cilindro estuvo completamente iluminada.
Él se detuvo en el vigésimo escalón y subió la vista hacia el jaguar, sin embargo, a diferencia de cualquier otro ante la presencia de un animal de aquellas características, él no se mostró temeroso ni sorprendido, solo esbozó una sonrisa complaciente y suspiró.
—Pensé que te habías ido, guerrera —le dijo con voz profunda pero cálida.
Yaoc gruñó tan bajo que pareció un ronroneo, frunció el ceño y agachó la mirada amenazante. Ella no entendía lo que sucedía ahí. ¿Dónde estaba la bestia? ¿Se había escapado? ¿Tendría que ir a buscarla antes de que se alejara más?
Y, más importante que todo, ¿quién era esta persona?
El hombre subió más, lentamente acercándose a la guerrera jaguar, quien preparaba su cuerpo para el ataque.
—Shhh. —La tranquilizó, poniendo sus manos al frente para que ella las olfateara—. No te haré daño, guerrera, confía en mí.
Yaoc subió la mirada hacia el rostro de aquel ente y pasó saliva dolorosamente; reconocía a aquel hombre. Sus ojos estaban oscurecidos con una franja de tintura negra, su piel era morena y una larga barba azabache adornaba su mandíbula. Su cabello castaño era oculto por las plumas negras que nacían de su cuero cabelludo y partes de su piel humana se había ennegrecido como si estuviera untada con ceniza. Su cuerpo estaba cubierto con extraños ropajes de manta oscura y vieja, como un vagabundo, y por pierna izquierda tenía una vil pata de palo.
—Soy yo, Tez, ¿no me recuerdas? —Se hincó ante ella y se acercó más, ahora atreviéndose a pasar su mano entre las orejas del jaguar—. Tezcatlipoca, señor del Humeante Espejo Negro, del cielo y la tierra, de la fuente de la vida… Me conoces, niña, me conoces.
Yaoc lo reconocía, era aquel ser que se escondía detrás del Espejo mientras era acusada de alta traición a Huitzilopochtli, era quien la juzgó y la convirtió en un espíritu al mando del Señor del Inframundo… Sin embargo, no se veía como aquella vez, imponente y omnipotente, sino más viejo y desgastado, moribundo… sin poder.
Aquel hombre seguía acariciando sus orejas, enterraba sus negros dedos entre su pelaje y le susurraba palabras tranquilizadoras, y su efecto fue tal, que Yaoc no tuvo otro remedio más que abandonar su postura de defensa y dejarse llevar por la paz que aquel dios le ocasionaba.