Espejo de Humo y Ceniza

La creación del mundo

Cuando Yaoc abrió los ojos se vio nadando en una masa amorfa de líquido, humo y tierra. Poco era lo que podía ver en aquel paraje, pero tras avanzar un poco pudo tocar con los pies una superficie lodosa, como la orilla de un cuerpo de agua. Siguió caminando por un tiempo sin encontrar algún lugar seco, todo era una mezcla de lodo y gases extraños.

Le parecieron horas, pero quizá fueron solo unos minutos.

El tiempo ahí no tenía dominio.

Luego escuchó un par de voces a lo lejos. Gracias al vacío de aquel lugar, el sonido se propagaba fácilmente y con gran reverberación.

—¿Y cómo derrotaremos a Cipactli si apenas podemos acercarnos a él? Sabes que él es más fuerte que nosotros en el agua. —Era la voz de Quetzalcóatl lo que se escuchaba.

—Entonces lo atraeremos a tierra, hermano —contestó alguien que parecía un Tez más joven y enérgico.

—¿Debimos traer un sacrificio? ¿A qué dios podemos asesinar para crear un nuevo mundo? ¿Alguien cuya muerte resulte poética o quizá quien tenga alguna deuda pendiente con nosotros, siendo el nuevo mundo fundado a base de la sangre de nuestros enemigos, el símbolo de la venganza?

—Demasiado tarde para pensar en esas posibilidades —dijo Tezcatlipoca.

Entonces sacó su arma, una espada de obsidiana con punta en forma de machete y tras un alarido, el olor a sangre invadió el lugar.

¿Tezcatlipoca había matado a Quetzalcóatl, su hermano gemelo?

—Todo sea por el nuevo mundo —dijo el joven dios con claro sufrimiento—. Toma, Quetzalcoatl, lleva mi pierna izquierda al agua y déjala a la orilla. Cipactli no debe tardar en venir.

Fue así como Tez perdió la pierna y la sustituyó por una pata de palo. Yaoc se había hecho ya muchas teorías que explicaban su condición, pero nunca se le habría ocurrido que había dado su extremidad para una causa mayor.

No pasó mucho tiempo y Tezcatlipoca ya se había levantado tras improvisar un vendaje con su propio atuendo y una curación con lodo. Con ayuda de una sola pierna y un bastón, alcanzó a su hermano a la orilla de dónde sea que se encontraran y aguardó a su enemigo. Ambos lo veían venir embriagado por el olor a sangre, con su raciocinio nublado eternamente por su salvajismo y el hambre de carne fresca.

Pronto, un enorme lagarto subió a la superficie del agua, era tan grande como dos árboles de coníferas juntos, como una docena de jaguares, del tamaño de la jaula más espaciosa del Mictlán.

—Solo hay una oportunidad, hermano —Tez susurró.

—Luchemos a muerte. No nos podemos permitir fallar —añadió Quetzalcóatl

Los dioses se mantuvieron escondidos en la neblina, aguardando el momento perfecto para atacar. Cipactli se acercaba y poco le importaba que ese sacrificio fuese una trampa, él deseaba comer.

Entonces llegó a la orilla, olfateó la pierna que tenía ante su gran trompa y, en cuanto abrió su gigantesca boca, el dios de la noche, Tezcatlipoca, marcó una estocada en su lomo. Sin embargo, la fuerza no fue suficiente para atravesar esa dura coraza que era su piel.

Cipactli devoró la pierna en una fracción de segundo y luego giró el rostro para comerse también a su atacante, y, mientras lo hacía, una enorme serpiente emplumada que doblaba su tamaño se aproximó a gran velocidad, se enredó alrededor del cuerpo del lagarto y lo apretó hasta debilitarlo.

Fue ahí cuando Tezcatlipoca pudo volver a usar su espada y cortar a su enemigo por la mitad.

Yaoc observó atónita aquella escena, y, aun sin entender cual era su papel en aquel lugar, se quedó a ver cómo los dioses separaban los elementos que constituían la tierra donde estaban parados. Se volvió a formar el cielo, tornándose de un hermoso color rosáceo por el amanecer y los mares regresaron a su lugar, los ríos a su cauce y las lagunas también. En la superficie quedó solamente tierra seca, donde volvieron a nacer plantas, árboles y flores.

Con la mitad del cuerpo de Cipactli sellaron el cielo, con la otra mitad la tierra y con sus cuatro patas crearon columnas para sostener los cuatro puntos cardinales. No estaban dispuestos a dejar que el mundo se destruyera una vez más.

 

Yaoc despertó con el aroma de las flores de cempaxúchitl que suavizaban el lugar en que estaba acostada. Con las yemas de los dedos sintió todas las flores que habían nacido de su cuerpo mientras dormía y entendió, por la cantidad, que habían pasado varios días desde su encuentro con Quetzalcóatl.

Su cuerpo ya no estaba tan dolorido, las heridas superficiales habían sanado, pero no así los huesos rotos, aunque podía sentir cómo iba mejorando el dolor con el paso del tiempo.

Al abrir los ojos dio un salto, todo estaba a oscuras a excepción de una fogata al centro del lugar y pronto se acostumbró tanto a la oscuridad que logró vislumbrar dónde se encontraba: el volcán.

Se quedó inmóvil, si quería huir debía guardar todas sus fuerzas, así que no hizo el menor intento de nada, ni de respirar.

Tardó un par de minutos en localizar a su captor, el dios de la pata de palo que dibujaba con tiza las paredes del cráter, ayudado solo de la luz que se colaba por la parte superior de la chimenea y de una antorcha.



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En el texto hay: dioses, viaje en el tiempo, romance amor

Editado: 07.10.2020

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