Falsa dulzura

[06] Celine: Parte II

Todos miramos a Maximiliano, no creía que fuera la única sorprendida que de alguna forma me hubiera defendiendo. O al menos a mi madre, quien no tenía culpa de nada. Pero más sorprendida estaba por el hecho de que sus dedos clavados en mi piel se aflojaron, solo un poco, lo necesario para que no siguiera doliendo.

—¿Son tus amigas? ¿En serio, Max? —Su forma de decirlo me hizo dudar si no tenía la peste encima.

Hizo una mueca, haciendo que sus anteojos se deslizaran hacia la punta de su nariz. Wow… no podía negar que se veía un poco lindo… más dulce, otro contraste gracioso.

—Deja que digan lo que tengan que decir, luego se largaran —Eso no pareció convencerla demasiado, pero terminó abandonando la habitación no sin antes darme un último apretón amenazador. La mujer tenía sus años, pero tenía fuerza de un luchador.

Ruby se apoyó en la puerta con postura desinteresada, manos entre su espalda y la madera, y mirada al techo como si pudiera encontrar las respuestas de la estupidez que estábamos haciendo. El subidón de adrenalina ya había desaparecido, dejando un rastro de incomodidad al reaccionar lo que habíamos hecho.

Solté el aire que no sabía que contenía.

—¡Celine y chica bonita que Marcel jamás había visto! —saludó con emociones renovadas, sin llegar a moverse de su posición hasta que su hermano lo lanzó al suelo. Sacudió el polvo del suéter luego de acomodar sus anteojos, acto seguido se precipitó con brazos abiertos hacia mi persona.

—¡Hola…! —Fui envuelta en un fuerte abrazo que me arrebató el aliento, pero no pasó más de dos segundos para separarse e ir detrás de mi amiga, quien lo esquivó con el tiempo justo para que el chico se estrellara contra la puerta.

No fue necesario su libreta para saber que quería soltar un piérdete.

—Ay… Marcel ya no necesitará una cirugía de nariz…

—¿Qué quieren? Que sea rápido, no tengo ganas de ver tu cara —espetó Max secamente, mirando directo a mi cara por si quedaba alguna duda de a quien se refería.

La gota de fragilidad que había visto en él se escapó entre mis dedos, desapareciendo.

—Ni que fuera fea.

—¿Yo dije lo contrario?

Pestañé.

—Eh… yo… —Sacudí la cabeza—. ¿Podrías dejar de tratarme como si fuera una cucaracha sobre tu hombro? En mi parecer ya hice bastantes puntos a mi favor para por lo menos recibir un trato humano, aunque aún si no te hubiera ayudado tantas veces igual debería recibir un trato amable como persona que soy; nada sobre este mundo merece tus tratos de merde.

Mi amabilidad era como piezas de domino apiladas en una larga fila, mi primera ficha solía estar clavada evitando que cualquiera pudiera moverla en un soplido, pero en el momento que se lograba tirar esta arrasaba con todas las demás en una cadena directa a mi lado menos agradable. En ese momento la ficha se estaba tambaleando.

—Sorpresa, esa palabra sí la entendí —anunció como si fuera el único hecho memorable en toda mi palabrería. Acto seguido, importándole un bledo mi presencia, cogió un libro de su mesita de luz.

—¿Qué crees que haces?

Pasó una página antes de mirarme por encima de sus anteojos, casi pegando su mentón al pecho.

—Adiós.

Corto, pero lo bastante altanero para que mis cables pelados se cruzaran.

Entonces mi ficha cayó.

Te estoy hablando pedazo de mierda —escupí en francés, marcando el acento que mis padres se aseguraron que tuviera. No le di tiempo a reaccionar, de un momento a otro ya le había arrebatado el libro de las manos, obligándolo a mirarme. Juraba que él esperaba que retrocediera con aquella mirada, pero eso no pasó. De ninguna manera me callaría—. ¿Quién te crees que eres? Aun si siguieras teniendo dinero no te da ningún derecho de maltratar a las personas, y si tienes algún problema contigo mismo pues soluciónalo o pide ayuda, pero no vengas a tratar como basura a los demás. Eres un completo cabrón, Maximiliano cabrón Mitchell…

Ahogué una exclamación en el momento que mi cuerpo aterrizó sobre él. Intenté incorporarme, pero su otra mano voló hacia mi cadera reteniéndome, sin llegar a hacerme daño. Sus toques eran suaves, como quien toca la piel de un bebe, contrastando con la dureza de su mandíbula y la mirada contenida. Seguro quería matarme pero prefería que su mirada no lo delatara. Se había quitado los anteojos.

—Cuando quieras insultarme, hazme el favor de no ser tan cobarde y hacerlo en mí mismo idioma. —masculló lo bastante bajo para que solo nosotros dos escuchara, aunque sinceramente en ese momento había olvidado por completo a los otros dos—. ¿Qué carajo dijiste?

—¿Qué te importa? —contraataque, manteniendo solo un poco el cabreo.

—Me gusta saber cuándo alguien me llama hijo de puta.

—¡Dios! —Me zafé de su agarré—. Jamás utilizaría ese insulto tan bajo.




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