Fuera de Tiempo

Capítulo 4 Lo que crece en silencio

Me costó dormir esa noche. El cuarto olía a humedad y lavanda vieja. La ventana rechinaba cada vez que el viento soplaba fuerte, como si quisiera avisarme que algo no estaba bien.

Me desperté de golpe, con un nudo en la garganta y arcadas que apenas logré contener. Corrí al baño. Vomité bilis y rabia. El estómago revuelto, la mente saturada.

Algo no estaba bien.

Mi abuela no recordaba nada. Solo me miró como si yo tuviera las respuestas. Como si esperara que le contara un cuento para dormir.

— ¿Y tú quién eres, mi amor? — me preguntó una hora después del incidente.

Tuve que tragar saliva para no decirle que yo también me estaba haciendo la misma maldita pregunta.

Mi madre no dio espacio a preguntas. Solo dijo que iban a necesitar a alguien más que cuidara a la abuela, que ella estaba muy débil y que no podía estar sola.

Decidí quedarme unos días más. No por obligación, sino por instinto. Algo me decía que debía estar aquí, que irme ahora sería como darle la espalda a algo que no terminaba de revelarse.
Además, no soportaba la idea de dejar sola a mi abuela después de lo ocurrido.

La casa se sentía más grande, más vacía. El silencio de los pasillos tenía eco, y por las noches el viento silbaba entre las ventanas como si quisiera entrar.

La familia había decidido mantener todo en secreto. Nadie debía saber del incidente. “Por prudencia”, dijo mi madre, como si la reputación fuera lo único que nos mantuviera con vida.

Así que me quedé.

Trabajaba desde el despacho del segundo piso, revisando contratos, informes, pedidos de los restaurantes. Todo en orden. Todo bajo control. Todo menos esta casa.

En las pausas, recorría los corredores. Observaba los retratos familiares colgados en paredes que costaban más que un apartamento. Oro viejo, mármol, alfombras persas, un lujo que ya ni siquiera se disfruta, solo se hereda.

Fue en uno de esos paseos que volví a encontrarme con la foto de mi padre. Estaba en su despacho, sonriente, impecable, el traje a la medida y la mirada del hombre que sabía que todo era suyo.

A un lado, otra imagen: mi abuelo. Misma postura, mismo porte. Dos generaciones cortadas antes de tiempo.

Bajé a la cocina. Con pasos lentos, como si me costara regresar al presente.

Mi madre estaba de espaldas, de pie frente a la encimera. Llevaba un vestido claro y su cabello estaba perfectamente recogido, como si esperara visitas, aunque no hubiera nadie más. Giraba una cucharita dentro de su taza con movimientos medidos, elegantes, como todo lo que hacía.

— Mamá — dije, tomando otra taza. — ¿Cómo era papá?

Se giró con suavidad, como si no se sorprendiera del todo por la pregunta, pero se tomara un segundo para responder con cuidado. Me miró un momento y luego dejó la cuchara a un lado.

— Tu padre… — empezó, con una media sonrisa que no usaba seguido. — Era encantador. Seguro. De esos hombres que entran a una sala y de inmediato sabes que tienen algo. Elegante. Inteligente. Muy exigente consigo mismo… y con todos.

Hizo una pausa, como si recordarlo le revolviera algo en el pecho.

— Pero también era cálido contigo. Aunque no lo creas, te adoraba. Te llevaba a sus reuniones a escondidas solo para presumirte. Te enseñaba a contar con fichas de dominó y a leer menús como si fueras a heredar sus restaurantes al día siguiente.

Me reí suave, sin saber si eso era verdad o una forma poética de adornar recuerdos. Pero me gustó imaginarlo así.

— No lo recuerdo — admití. — A veces me esfuerzo, pero todo se me borra. Solo tengo un par de imágenes sueltas… y ninguna palabra.

—Tenías siete años cuando murió. —Su tono se volvió más bajo—. Fue en un evento. Un infarto repentino. Lo último que me dijo fue que no le gustaban los canapés de esa noche. Y luego… cayó.

Se quedó mirando la taza mientras hablaba. Por primera vez en mucho tiempo, no parecía tener las palabras ensayadas.

— ¿Y mi abuelo? — pregunté. — El papá de él.

Mi madre parpadeó, volviendo al presente.

— Nunca lo conocí. Murió antes de que yo llegara a sus vidas. Tu padre era adolescente. Dijeron que fue un accidente.

El aire estaba tranquilo. Nada se sentía particularmente raro. Pero lo pensé. Por primera vez, lo dije en voz alta.

— Entonces… los hombres de esta familia mueren jóvenes.

Mi madre levantó la vista. Me observó unos segundos. Luego sonrió con esa mezcla de negación y fastidio que usaba cuando algo le parecía una exageración.

— Son casualidades, Niko. Eventos desafortunados. No inventes fantasmas donde no los hay.

Asentí. Sin embargo iba agregar algo más cuando el sonido de pasos suaves interrumpió la conversación.

Me giré.

Mi abuela apareció en el umbral, caminando con lentitud, los pies descalzos sobre el piso frío. Su bata blanca arrastraba un poco. Tenía el cabello recogido con una cinta azul pálida, los ojos fijos, como si hubiera escuchado todo.

Me levanté de inmediato y fui hacia ella.

— Abuela, ¿qué necesitas?

— Seguí al bebé — dijo, como si fuera lo más lógico del mundo.

Mi madre y yo nos miramos, confundidos.

— ¿Qué bebé? — pregunté, con un tono suave, sin contradecirla de frente.

— El que lloraba. Lo escuché. Lloraba muy bajito al principio, pero luego más fuerte. Lo cargué un rato… y después salió por el pasillo. Vine a buscarlo.

Mi madre apretó los labios, pero no dijo nada.

— No hay ningún niño aquí, abuela — le respondí. — Solo estamos nosotros.

— Sí hay — insistió, sin mirarme. — Tenía la mantita blanca. Estaba frío. Se me durmió en los brazos.

No discutí. Tampoco me burlé. La tomé de la mano con cuidado.

— Vamos. Te llevo a la habitación.

Me siguió sin oponer resistencia. Caminaba lento, arrastrando un poco los pies. Subimos las escaleras en silencio, y mientras la ayudaba a recostarse, pensé que tal vez lo que decía venía de algún recuerdo, o de algo que soñó.




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