JEREMIAH
No me quedaba de otra que confiar en ese chico, estaba sola, no tenía dinero y había dejado mi teléfono en el bolso de mano. No podía ir al hotel sin una identificación, y contarle a la policía, definitivamente, no era una opción.
Haberlo conocido en esas circunstancias no me llenaba de buenas expectativas, pero agradecía que se hubiera ofrecido a ayudarme en la estación y ahora aceptara llevarme. Y aunque odiaba pedir favores, mucho más a extraños, tenía que dejar mi orgullo a un lado en esos momentos. Además, había sido mi culpa haber bajado de ese taxi.
Le di la dirección de mi padre, que recordaba perfectamente pues la había repetido más de mil veces en mi cabeza los últimos dos años, me convencí de que el chico no podía ser traficante de órganos y me encaminé a su lado al auto.
Suerte que ya había amanecido, vi en el reloj del lujoso auto que eran las 7:46 a.m. La mayoría de adultos despertaba a esa hora o antes, esperaba que mi padre fuera del promedio, no me hubiera gustado llegar a su casa y encontrarlo aún dormido. Eso si lo encontraba.
Mientras avanzábamos por una calle poco transitada me di permiso para distraer mis pensamientos en otra cosa que no fuera mi padre. Me dediqué a observar por la ventana el camino que estaba delimitado por un mar de un azul perfecto. Por un momento sentí que era la primera vez que veía el océano; el de Nueva York parecía una copia barata al lado de este. La brisa que entraba por la ventana abierta olía a sal marina, el sol empezaba a asomarse tras una montaña y bañaba la carretera frente a mí de un dorado perfecto.
– ¿Sabe la persona para dónde vas que estas aquí? – me preguntó el muchacho rompiendo el silencio y el hilo de mis pensamientos. Yo me recoloqué en mi asiento y empecé a morder la parte de adentro del labio inferior inconscientemente, como lo hacía cada que me sentía ansiosa.
– No, no lo sabe – respondí y sentí un nudo ajustarse en mi garganta. Una nueva preocupación instalándose en mi pecho. Lo miré de reojo calculándolo, si intentaba hacer algo podría decirle que tenía alguna enfermedad de transmisión sexual y que mis órganos eran inútiles, ¿cierto?
El resto del trayecto lo hicimos en silencio y yo agradecí que no me hiciera más preguntas. Cuando entrabamos a una calle rodeada de montañas, el chico bajó la velocidad y paró frente a una casa azul de cerca blanca.
- ¿Es aquí? – pregunté mirando por la ventana.
El lugar parecía muy limpio; tenía un único árbol en la entrada, alto y que proporcionaba sombra a todo el jardín, el césped estaba bien recortado y la pintura de las paredes parecía nueva.
- Gracias, por traerme. Por todo – le dije mirando por primera vez al chico que me había acompañado las últimas horas. Era joven, de la edad de Milo aproximadamente, pero sin su peculiar aura tranquilizadora. Su color de piel era de un dorado perfecto; tenía el cabello castaño, largo, desordenado y, ahora me daba cuenta, ojos color miel. Sus facciones parecían haber sido moldeadas por Miguel Ángel, arruinadas únicamente por una ceja y un labio heridos.
Él asintió en mi dirección y abrió la guantera, sacó un papel y un lapicero, escribió algo y me tendió el papel.
- Es mi número de teléfono. Por si me llaman de la estación, por tus cosas. – me explicó.
- En cuanto tenga los datos de mi padre iré a la estación y cambiaré los tuyos. Gracias de nuevo. – le contesté distraída, metiendo el papel en un bolsillo de mi pantalón.
- ¿Tu padre? – me miró desconcertado - ¿Es esta la casa de tu padre? ¿No sabes los datos de tu padre y él no sabe que vienes?
- Gracias por todo. – le dije evadiendo sus preguntas y abrí la puerta del copiloto.
Con un nudo en la garganta y una presión en mi pecho bajé del auto, aunque agradecida de poder alejarme de aquel chico y cerré la puerta con delicadeza tras de mí. Mientras me dirigía a la puerta de la casa, sentí a mi estómago dar un vuelco.
Subí los escalones del porche y sintiéndome a punto de vomitar, toqué el timbre.
Nada.
Una vez más.
Escuché un ruido adentro, pasos. La puerta se abrió.
Un hombre alto, perfectamente afeitado y vestido pulcramente salió al porche. Di un paso atrás.
- ¿Sí? – preguntó él.
¿Era posible que este señor fuera mi padre?