La constelación de Orión

11. La nueva vida de Orión.

Por motivos de escolarización, Román se trasladó con su hijo al apartamento que tenía en la ciudad y en tres meses, Orión ya estaba adaptado a su nuevo hogar.

Tenía ropa, juguetes y amigos nuevos, también un padre que lo trataba igual que siempre lo trató su madre, con amor y responsabilidad. 

A la salida del Colegio, Orión corrió hacia su padre y le mostró el examen de lengua que había aprobado. 

 

— ¡Vaya, un aprobado! Eso merece un premio. — Lo felicitó Román, agarrándolo del hombro y haciéndole caminar con él hacia el coche. 

 

— ¡Quiero ir al parque de atracciones! — Pidió Orión, agarrado a las asas de su mochila. — Podemos invitar a los primos. 

 

— Tendré que hablarlo con las tías Penélope, Irene y Beatriz. — No le dijo que no y Orión caminó de espaldas por delante de su padre. 

 

— Gracias, papá. — Se paró y lo abrazó con entusiasmo. — Te quiero mucho. 

Román se sorprendió, era la primera vez en tres meses que su hijo le decía te quiero. 

 

— Yo también te quiero mucho. — Le acarició la mejilla y Orión sonrió feliz. 

 

 

A la llegada al edificio de apartamentos, Orión corrió a llamar al ascensor y Román se detuvo a recoger el correo del buzón. 

 

— Será bueno para ellos, una alegría les dará un empujón para acabar el curso. — Le dijo Román a su hermana Penélope. 

 

— Pero Joaquín tiene mucho que escribir. — Respondió Penélope. 

 

— Entonces deja que Jaime se venga con Irene, Billy y conmigo. Tiene siete años, no le va a pasar nada por ir al parque de atracciones con sus tíos y sus primos. — Insistió cerrando el buzón tras sacar las cartas. 

A su lado se detuvo una mujer para abrir su buzón y Román la miró. 

 

— Buenas tardes. — Lo saludó su vecina de enfrente con una voz suave. 

Román asintió solamente y caminó hacia el ascensor donde Orión esperaba. 

 

— Le preguntaré a Jaime si quiere ir. — Le respondió su hermana. 

 

— Estaba bien. — Suspiró Román y colgó la llamada. 

 

— ¿No vendrá el primo Jaime? — Preguntó Orión mirando a su padre. 

Román bajó la mirada hasta él y sonrió. 

 

— Seguro que sí, lo que pasa es que la tía Penélope tiene miedo de dejarlo ir solo. 

 

— Pero no estará solo. — Dijo Orión. 

 

— Eso le he dicho. — Contestó Román y miró que el ascensor seguía sin abrirse. — ¿Lo has llamado? 

 

— Sí, pero no baja. 

 

— Veamos a ver… — Román se acercó pulsando el botón repetidamente. — Está mañana hemos bajado por él… 

 

— Perdón… — Interfirió la vecina y Orión la miró. — Se ha averiado en la última planta. Hasta mañana no vendrán a repararlo.

 

— ¿En serio? — Se sorprendió Román y le dijo a su hijo. — Tocará subir escaleras, hijo. 

Orión se rió y cuando fueron hacia la puerta de las escaleras, Román le sostuvo la misma a su vecina. La mujer se acercó con varias bolsas de mandados en las manos. 

 

— Gracias. — Sonrió agradecida. 

 

— Espere. Déjeme ayudarla a subir las bolsas. — Dijo Román. — Orión, coge esto. — Le pasó a su hijo el correo y Orión que ya había subido un tramo de escaleras las bajó para agarrar las cartas. 

Román cargó entonces con las bolsas de su vecina. 

 

 

— Muchas gracias. — Le agradeció la vecina, cuando llegaron arriba y Román le dejó las bolsas en la puerta de su apartamento. — ¿Quieren pasar y los invito a comer unos dulces? 

 

— Sí. — Respondió Orión. 

 

— Orión. — Le llamó Román la atención y se lo agradeció a su vecina. — Gracias, pero no es necesario. 

 

— Insisto. Si alguien no me ayuda a acabar con ellos voy a tener que tirarlos y me da mucha pena. — Dijo ella, abriendo la puerta de su piso. 

 

— ¿Podemos, papá? — Orión le puso ojitos a su padre y Román suspiró. 

 

— Está bien. Perdón por molestar. — Se disculpó con la vecina. 

 

— No es molestia. Pasad… — Los invitó ella, agarrando una de las bolsas y sorprendiéndose cuando Román le ayudó con la otra. 

 

— ¿Dónde la dejo? 

 

— En la cocina, por favor. 

La vecina caminó hacia la cocina de su apartamento y Román la siguió, no sin antes girarse y advertir a Orión. 

 

— No toques nada. 

Orión negó con la cabeza y corrió a mirar un enorme puzzle a medio formar de piezas muy pequeñas que había en una mesa de comedor. 

 

— ¡Guau! — Se sorprendió. 

Román dejó la bolsa en una mesa de cuatro sillas de la cocina. 

 

— ¿Quiere agua? — Le preguntó ella y Román negó. 

 

— No, estoy bien, gracias. 

Ella asintió y sacó de una de las bolsas varias docenas de huevos. Román observó en la encimera varias bandejas con pasteles. 

 

— ¿Le gusta cocinar bizcochos y esas cosas? 

La vecina se rió. 

 

— Sí, pero no, tengo una pastelería en el barrio y como no dispongo de cocina allí hago los dulces aquí. — Le explicó. 

 

— ¿Y quiere que le ayudemos a comerlos en lugar de venderlos? 

 

— Los dulces que salen feos no puedo venderlos. Normalmente los comparto con mi hermana y sus hijos, pero esta semana le han dicho que la niña es diabética y no puede comer dulces. 

 

— Lo siento. 

 

— Ella está bien. — Habló de su sobrina y le ofreció una de sus manos a Román. — Mi nombre es Judith. 

 

— El mío Román. — Aceptó Román su mano y Judith sonrió. 

 

— Puede esperar con su hijo en el salón, guardo esto y enseguida estoy con vosotros. 

Román asintió y al soltar sus manos, Judith fue a llevar los huevos a la nevera. 



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En el texto hay: familia, drama, amor

Editado: 04.08.2023

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