La dulce, tierna y despistada secretaria del Ceo

HELENA Y SU PRIMER DIA DE TRABAJO

Helena abrió los ojos lentamente, estiró los brazos como si fueran ramas secas tratando de alcanzar el sol y dejó escapar un suspiro de pereza.

—Ay, qué rico dormí… —murmuró, mientras se acomodaba en la almohada que aún conservaba el olor a jabón de coco.

Se giró hacia la mesa de noche, alargó la mano y buscó a tientas su celular. Lo encontró después de pelear con el cargador enredado. Con una sonrisita medio tonta, pensó que había despertado antes del despertador.

—Qué raro que no haya sonado… —dijo con voz soñolienta.

Encendió la pantalla. Sus ojos tardaron en procesar los números brillantes: 7:10 a.m.

Helena se incorporó de un salto, pero en su torpeza calculó mal la fuerza y terminó enredada en las cobijas. Dio una voltereta digna de circo y cayó estrepitosamente al suelo.

—¡Ay mis huesos, mis rodillas, mi dignidad! —se quejó con un quejido lastimero.

El estruendo se escuchó hasta la cocina.

—¿Mi niña? —preguntó el abuelo desde abajo, con una sonrisa burlona—. ¿Todo está bien ahí arriba? Malo, malo, se cayó de la cama la condenada de mi nietecita.

Helena, aún tirada en el piso con el pelo como si hubiera recibido una descarga eléctrica, gritó.

—¡Todo bien, abuelo! ¡Nada que no pueda arreglar con una cremita milagrosa!

Con esfuerzo, se levantó, se miró al espejo y soltó una risa resignada.

—Ay, Helena, primer día de trabajo y ya casi te fracturas el alma.

Corrió al baño. En diez minutos, logró lo que para ella normalmente tomaba una hora, ducharse, secarse el pelo a medias, ponerse la ropa que había dejado lista (aunque los calcetines no combinaban) y maquillarse con lo básico para que al menos pareciera despierta.

Bajó las escaleras como si estuviera participando en una carrera olímpica, se sentó a la mesa y devoró el desayuno en dos bocados. Miró el reloj de pared, faltaban veinte minutos para las ocho.

—¡Santo Cielos, voy a llegar tarde a mi primer día de trabajo! —gritó llevándose las manos a la cabeza.

Se levantó con tanta prisa que casi se lleva por delante la mesa. Se puso los zapatos mientras caminaba hacia la puerta, un pie calzado y el otro descalzo.

—¡Abuelo, me voy! Se porta juicioso, no haga travesuras —dijo mientras intentaba cerrar el bolso.

El abuelo, con calma infinita, le entregó una vieja coca de plástico transparente, de esas que antes contenían jabón Axion.

—Lleve esto, mi niña, le empacó su almuerzo. No vaya a ser que le dé hambre en la oficina y me la vean desmayada por ahí.

Helena lo recibió como si fuera un tesoro.

—Ay, abuelo, usted es un ángel. Aunque… ¿no me dará pena que piensen que llevo jabón en la cartera?

—Mejor que piensen eso a que piensen que se desmaya de hambre —respondió él con una carcajada.

—Tiene razón, mi abuelo sabio. ¡Gracias!

Cerró la puerta, salió corriendo y llegó justo cuando el bus se acercaba a la parada.

Helena subió, pero el vehículo iba tan lleno que no cabía un alfiler. Logró acomodarse colgada de la puerta, apretando el bolso contra el pecho como si se tratara de un salvavidas.

—Ay Virgen Santísima, protégenos, que si me caigo de aquí me recogen con espátula —susurró, cerrando los ojos con fuerza.

El bus arrancó con un jalón brusco y ella casi sale disparada, pero alcanzó a agarrarse de la baranda.

—No me voy a caer, no me voy a caer, no me voy a caer —repitió en su mente como si fuera un mantra.

Un señor que iba a su lado, acomodado como sardina en lata, le dijo con tono divertido.

—Tranquila, niña, que los de este bus ya estamos entrenados para estas maromas.

Helena lo miró, tratando de sonreír a pesar del miedo.

—Pues yo todavía estoy en nivel principiante, señor. Si me ve rodando por la calle, avísele a mi abuelo que lo intenté.

Las carcajadas de algunos pasajeros hicieron que el viaje, aunque incómodo, se volviera un poco más llevadero.

Después de lo que parecieron tres horas en lugar de quince minutos, el bus llegó al centro de la ciudad. Helena bajó como pudo, casi empujada por la multitud, y salió disparada hacia el edificio de Arquitectos Anderson.

El sudor le corría por la frente, y los zapatos le apretaban como si fueran una tortura medieval.

—Ay, ¿por qué no heredé los pies flaquitos de mi mamá? Con razón siempre me decía que mi papá tenía patas de pato.

Entró al imponente edificio, y apenas vio la recepción sintió que el corazón se le iba a salir. El piso brillaba tanto que temió resbalar, las paredes eran altas y elegantes, y todo el lugar olía a perfume caro.

Se acercó al mostrador, tratando de sonar tranquila.

—Buenos días, señorita —saludó con su mejor sonrisa—. Vengo… vengo a trabajar. Bueno, no a trabajar todavía, sino que hoy empiezo… pero trabajaré…

La recepcionista la miró con una ceja levantada, acostumbrada a ver a novatos nerviosos.

—¿Nombre?

—Helena… Helena Duarte.

La mujer tecleó en la computadora y asintió.

—Ah, sí, la nueva asistente. Suba al último piso, por el ascensor que está a la derecha.

Helena tragó saliva.

—¿Último piso? ¿Tan arriba? ¿Y si me quedo encerrada? ¿Y si se daña el ascensor? ¿Y si me toca vivir allí y alimentarme de agua de los tubos?

La recepcionista parpadeó, confundida.

—¿Va a subir o no?

—¡Claro que sí! —respondió Helena, intentando recuperar su dignidad. Caminó hacia el ascensor mientras murmuraba—: Primer día y ya piensan que estoy muy loca. Bien, Helena, excelente comienzo.

Entró al ascensor y, mientras subía, se miró en el espejo que tenía adentro.

—Ay, Dios mío, parezco un espantapájaros con traje formal.

Al llegar al último piso, las puertas se abrieron revelando una oficina enorme, moderna, con paredes de vidrio y vista a la ciudad.

Helena se quedó boquiabierta.

—Si respiro muy fuerte aquí, seguro me cobran el oxígeno.

La secretaria de planta la llevó hasta una oficina más grande que su propia casa. Allí estaba sentado un hombre alto, de traje impecable, con el ceño fruncido y la mirada fija en unos documentos.




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