La Sandía

CAPÍTULO VIII. LA SANDÍA Y DON MELOCOTÓN

      Recién amanecía en la huerta y los reflejos de la luz chocaban en la ventana y la vajilla. La Granada había arribado a la cocina y mantuvo la luz apagada, sabía que debían sacar a la sandía de forma discreta del refrigerador, ya que Don Melocotón la quería fuera de la vista del resto de las frutas y verduras. Su hora de siempre llamar la atención había terminado.

      Primero vino la Papaya a recogerla, con un envase de mantequilla grande para ocultarle por arriba y una bolsa de plástico negra para el resto de su cuerpo. Vino sola, las demás de las tropas estaban vigilando el camino hacia la tabla de picar, la sandía tenía que estar intacta y sin amarguras. El líder de la cocina tomaba precauciones ante los rumores sobre ella, algunos decían que se había vuelto tan agria que se ranciaba al pensar cómo despedirse o terminar la charla, e incluso que aparecería después en sus pesadillas. Ya justificaba por qué la querían exiliar de la cocina, su intolerante temperamento le cortaba a cualquiera la cáscara.

       Un mal gusto dejaba, la zanahoria supo de ello cuándo la alistaba para partir.

– ¿Se ve amenazante? –le preguntó la sandía a la decrépita zanahoria, quién un trozo de brócoli mojado le pasaba por la cáscara, le limpiaba un poco las viejas manchas de su jugo que había tenido desde su cortada.

       Estando sucia, como las papas, creyó que causaría una lástima lo bastante insólita. Más bien, opacaría al Melocotón frente quiénes lo apoyaban y así tendría a algunos de su lado. Por supuesto que no fue idea de la zanahoria y mucho menos de alguien dentro del refrigerador, aunque su propio ingenio no fue lo bastante bueno para entender que quizás eso picaría su charla. Don Melocotón ya era un experto para lidiar con asuntos peores que un intento de asesinato frutal, después de todo combatía a las hormigas y mantenía a las frutas y verduras revolucionarias calladas entre la grama de la huerta, además contenía los ataques de la mafia uval. Supo cuándo detener su encuentro y el hedor a huevo podrido de la sandía, haría que lo considerase mejor.

       Con cuidado la zanahoria iba por detrás, se tapó bien la nariz y respiraba lo que de la ventilación de su casa sobresalía. Extendía los brazos y empuñaba el montón esponjoso sobre su cuerpo, el agua con brócoli pareció haber manchado aún más a la terca sandía, se volvió más verde de lo que estuvo en la huerta. Asustada, se detuvo.

–Si te refieres a tu trasero, una mosca jamás aterrizaría allí, sandía –aseguró la ahuecada, ajustándole la bolsa de plástico que retenía sus entrañas de melón, el doctor Banano le había dicho que tuviera un ojo en ella y que no se desprendiera por una mera rodaja.

      Durante su operación, había colocado cuatro chinches de pizarra en las cuatro caras de su trasero y más tarde, la bañó en jugo de naranja y vinagre. Lucía tan rígida como antes, apenas se notaba que fue picada, pero la sandía no descansaba y anduvo con sus caminatas que la acabaron por desgastar.

       Aun así, admitió que valió la pena sentirse deshecha al recordar lo que el día anterior se había enterado, entre sus opciones no estaban el hecho de quedarse acostada y embobada con las plásticas de la cebolla mientras que los demás la buscaban. La Guanábana no era el detective Pimentón, no iba por la cocina con tanto misterio. Su caso hubiese permanecido bajo tierra, tal cual a las raíces de su planta en la huerta.

      Sin embargo, la anciana zanahoria no tuvo nada con qué pegarla y si lo iba a buscar por la vajilla, se ganaría un empujón desde la mesa. Sus contactos dentro del refrigerador también las hubieran ignorado, esas verduras mucho tiempo llevaban sin salir más allá la puerta. Pero a los Pepinos les aterró la idea de aprovechar que tuvieron cerca a las tropas, ya que la Papaya no parecía muy fuerte. Además, su estúpida idea de haber traído un envase de mantequilla para la sandía, los hacía dudar si estarían a salvo con ella.

        Ni cortándola de nuevo, cabría. Si lo iría a utilizar como sombrero, tampoco se le hubiese ajustado, la sandía era ancha como la tabla de picar y ningún envase en la cocina era el adecuado. Siempre lidiaba con ese problema de elegir qué bolsa de plástico era tan grande para vestir y que no se rasgase al mover su trasero por toda la mesa, por supuesto que encontraba algunas pero fueron sólo de color negro, y la sandía odiaba ese color.

      Continuó, tomando un puño de la vieja sopa de granos de la taza, en la cual la sandía se recostaba–: Siquiera está curvado lo suficiente, sandía. Créeme, en lugar de parecer una fruta, eres una bola metida en lodo –. Tiró y deslizó sus manos alrededor de los bordes de la gaza de plástico, la zanahoria se apresuró porque sentía cómo sus dedos se atascaban entre la cáscara, la bolsa y la sopa. –Le darás una mala impresión a Don Melocotón.



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En el texto hay: humor, crimen, fruta

Editado: 13.07.2020

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