Y no, no pienses por un solo minuto que era un loco maníaco sexual, porque no lo soy ni poseo tanta energía.
Yo amaba pasar la tarde con ellas, así viéramos una serie, contáramos estrellas y luego lunares o solo le permitiéramos al reloj que pasarán las horas mientras nos mirábamos.
Yo daba todo en cada segundo a su lado. Éramos felices juntos, pero separados, tenía que ser así. Jamás pensaría en compartir el tiempo de ellas, yo me daba entero y ellas no merecían menos.
De hecho, merecían más, pero tengo que reconocer que era egoísta y ambioso o tal vez sólo fui una víctima de esa cosa llamada amor.
Gala era la más joven, no sabía nada de la vida, ni del amor, ni de su cuerpo. A su lado, descubrí que yo tampoco. Si alguien podía ganarme en una discusión era ella. No le preocupaba su aspecto, tal vez porque no tenía por qué hacerlo. Era preciosa. Tenía el cabello indomable, como ella, que siempre controlaba haciendo un moño, moño que me encantaba deshacer.
Estaba llena de magia, de esa que respiras y se contagia. Cuando las noches a su lado se le iban en estudiar o hablar de su carrera yo me quedaba absorto en ella, se le iluminaban los ojos como nunca vi unos luceros brillar.
Eso sí, jamás entendí que le fascinaba de las orcas. Había dos en el acuario dónde trabaja y nunca me queje por verla envuelta en esa pasión. Yo pasaba horas sin interrumpirla con tal de ver esa mirada y esa boca. Por esa sonrisa que nunca pidió disculpas.
A veces era tan mujer y me sometía sin saberlo, me hacía hincarme y adorar cada centímetro de su alma.
Otras, era tan niña y se avergonzada por serlo.
El día que cumplimos cuatro meses juntos me regaló un oso de felpa color café. La llene de besos cuando sus mejillas parecían un par de melocotones a punto de reventar.
Dormí con ese peluche cada noche, enviándole una fotografía como evidencia. Dormí abrazando un oso soñando que era ella.
Yo hubiese deseado que siempre fuera ella...