Gala contaba con siete meses y medio y un vientre de revista, era joven y aquella mirada brillosa e ilusionada la hacían convertir el mundo en magia allá por dónde pisaba.
Marisa llegaba pisando los cinco meses con una semana y unos dolores de cadera terribles. Pero mi muñeca era valiente y fuerte, cada día se levantaba con determinación y se dedicaba de lleno al trabajo, para después pasar las tardes preparando cualquier cosa que le hiciera falta a nuestro bebé, era niño, habían dicho, pero ella tenía la convicción de que sería una preciosa nena y se parecería a mí madre, yo solo quería que tuviera su fortaleza...
Su vientre en realidad no era la pelotita que Gala llegó a tener en su momento, de hecho, solo parecía que sus caderas habían tenido la tarea de ancharse lo más que pudieran, ella entendió cuando le pedí esperar un poco para dar la noticia a mí familia (dígase mis dos tías), sabía lo conservadoras que podían llegar a ser. Le pedí tiempo y me lo dio, por su parte todo el mundo estaba ilusionado y la consentían a más no poder.
Maldita Marisa..., ¿por qué no abriste la boca antes?
Lucía aún no doblegaba sus mareos y sus ascos, aunque ya comía, había buscado una dieta que le permitía mantener todo en su vientre y eso me dejaba más tranquilo, pues se barajeo la posibilidad de internarla y mantenerla en reposo absoluto y, ¿cómo les explicaba yo a los médicos que ella jamás podría estarse quieta...?
A sus casi cinco meses estaba recuperando aquellos kilos que perdió y se mantenía constantemente discutiendo con nuestro pequeño hijo: que si no se había dejado ver, que si se movía toda la noche, que la mantenía casi sin salir de casa y a un paso del sanitario, que si tenía unas agruras día sí, día no. Era fascinante verla dialogar con su barriga y aceptar los términos de rendición con él.
Ay, Lucía, estabas condenada a la locura...
Y yo también.