Luces de neón

Capítulo 11. Ángel rebelde

—¿Qué horas son estas de llegar a casa?

Mi madre entrecerró los ojos y me fulminó con la mirada. Estaba apoyada contra una de las dos columnas de estilo jónico que decoraban la entrada del salón y desde donde me encontraba podía escuchar el ruido de fondo de la televisión. Llevaba puesto su pijama gris de algodón y se había recogido el pelo negro en un moño perfecto. Incluso a esas horas de la noche se veía impecable, a pesar de que no llevaba nada de maquillaje. 

—Se me ha hecho tarde.

Carraspeé y desvié la mirada. Tenía que agradecer que las luces estuvieran apagadas. Si me veía los ojos, terminaría dándose cuenta de que había estado llorando. Si eso llegaba a suceder, no sabría qué excusa ponerle. 

—Ya me he dado cuenta. —Cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna y señaló el reloj de pared que tenía a mi espalda—. Es más de la una. ¿Dónde estabas?

—Con Sara. Ya te he dicho que me la he encontrado de camino a la parada de autobús y que hemos decidido ir a cenar juntas. —No me gustaba mentir, y menos a ella, pero si solo lo hacía esa vez no pasaría nada—. Se nos ha ido la hora. Ya sabes que cuando empieza a hablar…

—¿Y de qué habéis hablado? —me cortó. 

—De la Universidad, de libros, de películas…de todo un poco.

Se me escapó una risita nerviosa. Mi madre dio un paso hacia mí y las llaves me temblaron en la mano. 

—Entiendo. —Sus ojos cayeron sobre mi bolsa de tela y entonces me miró de nuevo, como si algo no le cuadrara—. ¿Dónde habéis cenado?

—En la Cafetería Céfiro —respondí de inmediato, depositando toda mi confianza en la mentira que le estaba contando. 

—Pues supongo que os habréis quedado con hambre. 

—¿Por qué dices eso?

Se me secó la boca de golpe. Tenía que desviar el tema de la conversación o hacer algo para que dejase de hacerme preguntas al respecto.

—Porque tu bolsa está vacía y creo recordar que hoy me has dicho que te ibas a llevar varias porciones de bizcocho por si se te hacía tarde en la Universidad. 

Me detuve un segundo para analizar lo que había dicho palabra por palabra y suspiré aliviada cuando di con la respuesta que podría sacarme de esa situación que comenzaba a resultar asfixiante. 

—Como no me lo he comido, le he dado el táper a ella para que lo compartiera con Ian y Nanami.

Cuando asintió, aparentemente convencida, tuve que reprimir una sonrisa. Sin embargo, la expresión de su rostro no cambió. 

—¿Ha pasado algo?

Esa vez fui yo la que dio un paso hacia ella. Le bastó apartar la mirada para que pudiese confirmar mis sospechas. Estaba claro de que sí había pasado algo. 

—¿Te acuerdas de Mateo?

—¿Mateo?

—Sí. El Director de Tres Mares. 

—¿Del centro de menores?

—Sí.

Su imagen se dibujó en mi mente cuando pronuncié el nombre del lugar en el que lo conocí. Era un hombre bajito que rondaría los cincuenta años, de pelo castaño y complexión delgada. Antes incluso de verlo, pensé que alguien con su cargo tendría una personalidad menos risueña y mantendría una actitud más distante con todo el mundo, pero resultó ser todo lo contrario. Tampoco podría olvidarme del hecho de que las únicas personas que confiaron en Eros después de aquel desagradable incidente fuimos nosotros dos. 

—Tiene cáncer de estómago. Está en fase terminal. 

Mi madre habló a media voz. La luz tenue me dejó ver cómo la tristeza emergía en su rostro y se esparcía por todo su cuerpo, haciéndole hundirse de hombros con un movimiento casi involuntario. Era consciente de que hablar de esos temas no era fácil para ella y menos cuando yo había sido su mártir desde el día que nací. 

Supuse que habían mantenido el contacto después de todos esos años. No lo sabía. Ni siquiera me lo imaginaba. Después de todo, hablar de lo que sucedió en Tres Mares era un tabú, pero, aunque mi padre intentó hacerme olvidar ese sitio a la fuerza, estaba más que claro que todos sus intentos habían sido en vano. 

—¿Cuánto tiempo le queda?

—Un mes. Tal vez semanas.

Volví a acortar la distancia que me separaba de ella. De pronto, mis preocupaciones se hicieron tan pequeñas que me olvidé de ellas. Verla mirar fijamente a un punto concreto del suelo mentiras dejaba de estar de brazos cruzados para abrazarse a sí misma fue todo lo que necesité para traspasar esa línea que raras veces cruzaba. Ella se encargaba de que eso no pasara. Se mostraba fuerte delante de los demás, aunque dentro estuviese librando la peor de las batallas. Si bien nuestro carácter era completamente opuesto, nuestra esencia interior era la misma. 

—Mamá…

—Creo que no voy a ser capaz de ir a verlo. Siento pánico cada vez que…

—Tranquila, mamá. Está bien. No pasa nada.

Después de mi operación, no volvió a ser la misma. Adquirió una especie de fobia hacia los hospitales. Por eso cuando cumplí dieciocho años le dije que no hacía falta que me acompañara a mis revisiones mensuales. 




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