(Narrador)
Entre las actividades más reconocidas por las autoridades del colegio, la realización del periódico quincenal era la que reportaba mayores satisfacciones tanto a los estudiantes como a los padres de familia que acostumbraban adquirirlo. La sala de edición mantenía un estricto orden y los reporteros eran estudiantes capaces, responsables y ante todo ostentaban los mejores antecedentes de la institución. Para elegir a un miembro del comité se organizaba un concurso de méritos y se analizaba cuidadosamente la historia académica de los postulantes. Tal procedimiento permitía reclutar a los más calificados y garantizar así su compromiso con las normas establecidas.
En su momento cada estudiante sobresaliente había tenido la oportunidad de pertenecer al comité de edición, pero la última palabra era siempre de ellos mismos, por lo cual candidatos como Tomás, Renata, o Vanessa habían rechazado el ofrecimiento de dedicarse a dicha actividad. El salón de sexto año al que pertenecían contaba con un sólo representante, una joven llamada Sonia.
El grupo la conocía como Liz a causa de su seudónimo en los editoriales del periódico. Era una estudiante responsable y comprometida, jefa de disciplina y vocal principal de la asociación estudiantil. A pesar de sus múltiples conexiones con los inspectores del colegio su personalidad era alegre, extrovertida y problemática. Tenía la característica de jamás callar lo que pensaba sea halago u ofensa. Su honestidad de la que tanto orgullo sentía cruzaba fácilmente la raya con el cinismo.
Físicamente se la reconocía por su estatura baja y su cabello castaño lleno de rizos largos. La sonrisa solícita que mantenía la mayor parte del tiempo le hacía semejarse a una muñeca artesanal, así como sus grandes y expresivos ojos pardos.
Sonia distaba de ser una feminista radical como Vanessa o Renata, pero dudaba poco al momento de apoyar las causas que defendían e incluso ponía a disposición del grupo la primera plana del periódico a modo de obtener mayor propagación de la noticia. Su mejor amigo en el salón era Anthony, a quien pedía con frecuencia reseñas para ilustrar la sección de misterio.
La vida entera de Sonia iba íntimamente relacionada con el periódico, obligándola a buscar historias para contar y mantenerse al pendiente de cualquier novedad dentro del colegio. Actualmente desarrollaba un artículo acerca de los personajes misteriosos, incluyendo a docentes, estudiantes y otros trabajadores de la institución. Sus ojos fueron identificando uno por uno a los seres aptos para mencionar en su informe, destacándose sobre todos un estudiante de su propio salón.
Ese estudiante era Abel Torres. Para todos, la persona más desconocida del colegio. A pesar de unirse al grupo desde inicios de la secundaria eran pocos quienes podían llamarse sus amigos y ninguno lo conocía más que superficialmente. Alrededor de éste chico flotaba una atmósfera de aislamiento y hostilidad que provocaba resentimiento en algunos y fascinación en otros. Su cabello castaño ondulado, suave al contacto y algo desordenado ante el paso de la brisa, le proporcionaba el único signo visible de que fuese inmune a las mismas cosas que los demás. Había algo en su mirada -negra como la noche-, y en su expresión –permanentemente severa- que invocaba al miedo a pesar de lo agraciadas y armónicas que eran sus facciones. Su voz era otra historia, grave y fría como trueno en medio de una tarde silenciosa. Sí, muchas cosas en él daban escalofríos, pero había que darle crédito por su don: la diplomacia. Por algo se convertía cada año en el presidente del salón. A pesar del miedo que le tenían, a pesar de lo antisocial que demostraba ser y de la nula vida social que se preocupaba por llevar. Cada uno de los estudiantes del grupo sabía que en momentos de crisis podía contar con él. Sin que nadie lo pidiera, sin que nadie lo ayudara, se transformaba en el personaje que la situación requería y los salvaba siempre.
Nos salvaba – pensó Renata, revelándosele una suposición que enseguida descartó.
Honestamente, en percepción de cada uno estaba la idea de que Abel sólo se protegía a sí mismo. Fijándose en su expresión de hastío, en la forma en que miraba a los demás cuando le dirigían la palabra, era lo más probable.
- ¿Qué cuentas Ren?
La palmada que Damian dio en la espalda de la chica le provocó una repentina y vergonzosa tos. Se había atorado con sus pensamientos, sin duda.
- ¿Estás bien? – se preocupó -. Disculpa, te sorprendí.
- Ya, ya – le sonrió -. Soy yo la que estaba ensimismada. ¿Y? ¿Ya copiaste los deberes?
Damian le dirigió una mueca bastante cómica, pues su amiga había acertado y él no quería admitirlo. Aquel día les recogerían un extenso trabajo de matemáticas. Habían estado luchando con él por varios días, y –a juzgar por la experiencia- Renata supuso que él perdió la batalla.