¿De verdad no tenía voz por un resfriado? ¿Y la motosierra… porque estaba cortando leña? Sus palabras no tenían cabida en mi cabeza; aquella explicación absurda me confundía todavía más.
El dueño de esta fabulosa mansión “Al nature” —porque había que ser muy optimista para llamar casa a esa vieja choza— se sentó tranquilamente a la mesa, rodeó con sus manos fuertes una taza enorme y me observó con una condescendencia insoportable, como si disfrutara de mi tormento.
—Entonces, ¿quieres té o no? —preguntó con calma irritante.
—¡Necesito llamar! —exclamé, en un intento de sonar amenazante.
Ya estaba convencida de que no era un maníaco, sino un simple leñador barbudo. El valor me volvió poco a poco, y con él la rabia. Me había arrastrado a esa cabaña sin consultarme, me había dado el gran susto de mi vida… Tenía todo el derecho a estar furiosa.
—Llama —se encogió de hombros—. Tu bolso está allí.
Hizo un gesto perezoso hacia la puerta de entrada. Y allí estaba: mi Birkin. Saltando en un pie llegué hasta él, saqué mi teléfono y recé por encontrar señal. Pero no. Nada. Ni una mísera rayita.
—¡No puedo! ¡No hay cobertura! —protesté.
—Entonces no llames —replicó con lógica glacial.
¡Lógico, maldita sea! Y justo por eso me irritaba aún más.
—¡Necesito buscar un sitio donde sí haya señal! —insistí, crispada.
—No puedo ayudarte. No hay señal en quince kilómetros. Tampoco electricidad.
—¿Podrías…? —traté esta vez de sonar más conciliadora—. ¿Llevarme a la estación de servicio?
—No. No podría —negó con la cabeza, sin titubear—. No tengo coche. Y aunque lo tuviera… puedes imaginar que necesitaría gasolina para moverlo. Y tampoco la tengo.
¡Perfecto! Encima se burlaba.
—¿Cómo puedes vivir aquí? —estallé, incapaz de contener la rabia—. ¡Sin luz! ¡Sin comunicación con el mundo exterior!
—Tengo linternas, velas… y créeme, sin el mundo exterior me va mucho mejor. Mejor que nunca —respondió con calma, como si yo fuera la exagerada.
—¡Eso es imposible! —repliqué, fulminándolo con la mirada.
—¿Por qué? —preguntó, clavándome los ojos con una intensidad que me incomodó.
—¡Porque vives en plena Edad de Piedra! ¿Cómo cocinas la comida?
—Tengo la cocina de leña.
—¿Y el frigorífico?
—No me hace falta. Tengo un subterráneo. Todo se conserva allí perfectamente.
—¿Y los alimentos? ¿De dónde los sacas? —seguí interrogando, decidida a encontrar una grieta en su absurda lógica.
—Tengo una cabra, que da leche. Seis gallinas, que dan huevos —enumeró sin inmutarse—. Recojo miel en el bosque. Pesco en el río y cazo animales para la carne.
Me quedé un segundo procesando. ¿De verdad alguien puede vivir en el siglo XXI como un prehistórico?
—Entonces… ¿por qué no mataste al oso? —pregunté con ironía.
—No me gusta la carne de oso —dijo con toda la tranquilidad del mundo—. El jabalí es mucho más sabroso.
—¿¡Jabalí!? —pregunté, incrédula—. ¿Aquí hay jabalíes?
—Por supuesto. Si hay osos, hay lobos… y hay jabalíes —asintió con aplomo, y dio un sorbo ruidoso de té, sin apartar la vista de mí ni un segundo.
—¿Estás de broma, verdad? —dije con una sonrisa nerviosa, porque no podía creerle del todo.
—Lisa, basta de histerias. Siéntate y toma el té. Hablemos con calma. Por cierto, mi nombre es Iván.
Por costumbre, casi respondí “encantada de conocerte”… pero las palabras se me atascaron en la garganta. No había nada encantador en todo aquello. Solo una molestia, un malentendido monumental.
—Cuéntame, ¿qué se te perdió en este desierto, muñeca? —el barbudo giró hacia mí, saboreando la última palabra como si me provocara a propósito.
—Iba a casa de mis padres, a pasar la Navidad en Castillo Viejo —murmuré, dudando cuánto de la verdad debía contarle. Pero enseguida me enderecé y añadí con firmeza—: Seguí el GPS, pero olvidé revisar el nivel de gasolina y… bueno, se paró en medio del camino. Pensaba llenar el tanque…
“¡Gasolina! Claro, debe tener algo guardado para su motosierra. Con un poco bastaría para llegar a la estación más cercana” —pensé, y hasta sentí un destello de alivio. Pero no me dio tiempo ni de abrir la boca:
—No —dijo él, sacudiendo la cabeza, como si me leyera la mente.
—¿Cómo qué no?
—No tengo gasolina para coche.
—¡Pero tienes una motosierra!
—Sí, la tengo. Pero no hay gasolina.
—Bueno, ¿tal vez un par de litros? Te lo devolveré, lo juro. ¡Te traeré un bidón entero! ¡Dos, cinco, los que quieras!
—No —su respuesta fue seca, tajante.
Tragué saliva. Estuve a punto de soltar un “¿y si la encuentro?”, pero no me dio tiempo:
—La gasolina de motosierra no sirve para coche —añadió con calma, pulverizando mis últimas esperanzas.
Un silencio incómodo se instaló. Solo el perro, con su enorme cabeza sobre mis rodillas, resoplaba satisfecho, mientras la cabra rumiaba pedazos de la escoba como si se burlara de mí.
—Entonces… ¿qué se supone que debo hacer? —pregunté con la resignación de una condenada.
—Puedes quedarte aquí, conmigo —respondió sin pestañear.
¿Quedarme? ¿Aquí? ¿Con él? ¡Definitivamente era un psicópata! ¿Quién demonios podía sobrevivir en estas condiciones medievales y encima parecer tan tranquilo? ¡Qué ingenua había sido al pensar que me dejaría ir tan fácil!
Debí de poner una cara digna de caricatura, porque él frunció el ceño, alzó los ojos al techo y negó con la cabeza, como si yo fuera la loca en esta historia.
—Ni siquiera quiero imaginar lo que pensaste —dijo Iván.
¡Y pensé, maldita sea, que estaba secuestrada y condenada a la esclavitud! ¡Y eso que todavía me consolaba diciéndome que, con suerte, solo sería su cocinera y la que fregara el suelo!
Dejé la taza a un lado y me acomodé en el borde del banco, preparada para lanzarme contra él si hacía el más mínimo movimiento sospechoso.
—Hm, muñequita, no me aburro contigo —el leñador se acarició la barba con un brillo divertido en los ojos.
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Editado: 01.10.2025