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Diablo (parte 2)

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Millones de suscriptores siguen la transmisión en vivo. Esperan impacientes que empieza el último enfrentamiento del torneo; apostaron por su contendiente favorito, 100 a 1 a favor de la reina. Su caso circula por todo internet de todas las maneras posibles; artículos digitales, videoblogs, podcast, memes y fanart.  Sin duda, la mujer de talento excepcional podría ser el caballo negro de la competencia.

¡Te amamos Mía!

Los seguidores más fieles están reunidos en la sede del evento. Llevan gorras, camisetas y banderines estampados con su cara. Incluso, unos usan el mismo corte de corte cabello que su ídolo. Mía escucha con júbilo las ovaciones; jamás había imaginado que algo similar pudiera ocurrir.

— ¡Entramos en 15!

— Gracias.

En un cuarto sencillo, que fue acondicionado como camerino, Mía se prepara mentalmente para el desafío que define todo; esa podría convertirse en su primer título internacional. Se siente nerviosa, le tiemblan las manos y no puede quedarse sin caminar.

— ¿Cómo está la futura campeona? — Ana entra en la habitación. Le da un abrazo a su amiga y trata de calmarla.

Mía agradece la presencia de su compañera. Necesita de alguien cercano que la ayude a superar los nervios. Sin embargo, después de una confortante charla, reluce un tema que la incómoda:

— ¿Y tu familia?

— Están bien, creo. Hace una semana me mudé.

— ¡Eso es increíble!

— Sí, necesitaba algo de espacio.

Hay un silencio incómodo. Ana comprende que está en terreno delicado:

—  Lamento lo de tu abuela.

— Descuida. Es algo natural, estaba enferma y no soportó más.

¡Toc! ¡Toc!

— ¡Señorita! ¡10 minutos!

— ¡Gracias, Gabriel!

Mía se sienta y cubre su rostro con ambas manos.

— ¿Quieres que te traiga algo? — pregunta arrodillándose frente a su compañera.

— Una botella de agua, por favor.

Ana sale corriendo. Por un descuido ha olvidado cerrar la puerta.

Mía no se molesta en cerrarla; ya era suficiente estrés como para recordar también a su familia.

¡Toc! ¡Toc!

— ¿Qué quieres, Gabriel? — pregunta molesta.

Levanta la mirada y todo el estrés desaparece.

En la puerta la acecha una sombra del pasado que no puede olvidarse con facilidad. Aquel hombre vestido de negro se acerca despacio; su sombrero le cubre los ojos y las espuelas hacen el mismo sonido infernal que la primera vez.

El extraño se detiene. Saca un puro y lo enciende con serenidad.

— Vengo a desearle suerte, mija.

El humo del tabaco choca contra el rostro de la muchacha; lastima sus ojos y le quema la garganta. El hedor es más fuerte que el común, pero sirve para ocultar la verdadera naturaleza del fumador.

Mía se atreve a contestar:

— ¿Qué es lo que quieres ahora?

Aquel hombre suelta una fuerte carcajada.

— ¡Insolente como siempre la chiquilla!

Da una fumada y el puro se consume en un tercio de su tamaño.

— Se acabó el tiempo — sonríe y muerde la punta de su habano —. ¿Qué decidiste?

Mía intenta salir, pero el charro le impide el paso.

— Nunca tuviste talento – le recuerda burlándose de ella –. Te di lo que te faltaba a cambio de una respuesta — Se acaba el puro y lo tira al suelo —: el tiempo de prueba expiró.

Mía retrocede. Cae de rodillas y suplica:

— Ayúdame, por favor. Dame un poco más de tiempo – le besa las botas —. Déjame terminar el torneo, te lo imploro.

— En verdad no tienes dignidad – retrocede para dejar a la muchacha en el suelo —. Tu abuela tenía más carácter. ¡Hasta juró en nombre de Dios que ningún descendiente suyo me aceptaría un trato!

La chica rompe en llanto.

— La condenaste al infierno por una membresía al salón de la fama. ¿Y yo soy el malo?

El hombre se queda callado. Entonces, Mía se atreve a confrontarlo.

— Sí. Tú me ofreciste algo que necesitaba – se levanta y lo encara —. Lo tomé porque la abuela estaba enferma, sin esperanza de vivir. Y también porque me aseguraste que tendría la posibilidad de salvarla. Ahora la veo todas las noches: la decepción en su rostro es peor que cualquier castigo. Y todo es tú culpa. Su dolor, mi frustración, que mi madre se volviera loca, ¡todo por ti!

Lo intenta abofetear, pero el charro le sostiene la mano en el aire.

— Tranquila, fierecilla — dice enfadado —. No soy causa tus males. Tampoco me aproveché de ti. Yo sólo te di una oportunidad. Por un año, disfrutaste de nuestro trato, sin pensar en las consecuencias. Es fácil culpar al diablo de tus decisiones, pero lo que querías, lo obtuviste. La membresía terminó, y te toca pensar si mereces el perdón de Dios o mí lástima.




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