No me odies #5

Capítulo 10

De vuelta a la realidad,  el carruaje se paró en frente del local donde ponía una placa: la consultad del doctor Caruso. El edificio consistía en dos plantas. La de abajo se imaginaba que estaba la consulta y la de arriba, ¿qué sería?

Las paredes se veían apagadas y grises. No pudo evitar echarse un vistazo a su atuendo y se alisó la falda como si hubiera una arruga imaginaria en la tela. 

  — Quédese aquí en el carruaje — se dirigió hacia su doncella —. Si quiere puede dar una vuelta y luego recogerme a la hora que finalice la consulta. 

— Ay, señorita. No debería estar aquí.

— Sé que es un barrio peligroso pero mi vida no va a peligrar — eso quisiera creer —. Agradezco que hayas guardado el secreto y no les ha dicho nada a mi madre.

— Mi espalda sufrirá si se entera — movió la cabeza y abrazó a su señora —. Cuídese y no sufra ningún rasguño. 

Ella asintió convencida que físicamente no le iba a ocurrir nada malo. ¿Qué iba a pasar dentro de la consulta? Bajó del carruaje y se despidió del cochero, al igual que su doncella, este había mantenido silencio sobre el asunto. Giró sobre sus pasos y tocó la puerta.

Aguantó la respiración con los nervios recorriendo por su piel. No había podido dormir y esperaba que sus ojeras no mostraban lo intranquila que había estado en toda la noche. Pero no era solo intranquilidad. Era expectación e incertidumbre... También, la ilusión, esa pequeña llama de volverlo a ver. 

No supo cuánto tiempo pasó desde que tocó hasta que él abrió la puerta. No había sonrisa en sus labios. Ella fue la culpable de ello. Él la saludó con un asentimiento y la dejó pasar. 

  — Pensaba que no sería puntual — se ajustó las mangas de la bata blanca que llevaba puesta.

Él parecía fresco y despierto, a lo contrario que ella. ¡Esas horas de insomnio le estaban pasando factura! Porque su corazón se volvió loco al verlo. Incluso con la bata, estaba atractivo. Demasiado para su paz mental. La razón regresó a su cerebro y recordó lo que le había dicho.

—  Le prometí que me tendría aquí —  él alzó la mirada de ella, y por unos segundos, unos breves segundos, sus miradas quedaron entrelazadas pero se rompió cuando él se encogió de hombros con indiferencia.

— Podría haberse echado para atrás —  se cruzó de brazos y se apoyó en la mesa que supuso que sería la que trabajaría ahí.

Dios gracias a la fuerza divina por no sonrojarse en ese instante.

—  Voy a serle sincero, señorita Rawson. No entiendo la razón de venir a trabajar aquí salvo porque pensaba que quería ejercer de enfermera. Pero no tiene experiencia  — apostilló, recordándole sus palabras del día anterior —. El oficio de secretario es un trabajo que no le traerá ningún beneficio. Debería cambiar de opinión y yo haré como si no hubiera pasado nada. 

  — Quiero ayudar — él enarcó una ceja y ella se puso firme, aguantando estoicamente su postura —. Caruso, si no puedo hacerlo curando heridas, al menos quiero sentir que soy útil y  ser de ayuda. 

—  Espero que sea sí — se descruzó los brazos y se levantó —. Esta será tu mesa de trabajo. Tiene un cuaderno. Quiero que apunte el día y la hora que viene cada persona. Su nombre y apellidos. Más tarde, apuntará lo que diga que tiene ese paciente. Si no se lo digo yo, se encargará la enfermera Joyce de decírselo. Además, si es necesario, se le dirá a él o ella que venga otro día para revisarle nuevamente. ¿Entendido?

— Sí —sabía lo que tenía que hacer y lo haría lo mejor posible. 

  Buscó con la mirada por si estaba la enfermera que él había mencionado.

— La señora Joyce vendrá ahora mismo. Es una mujer encantadora — le dijo leyéndole el pensamiento.  

 Antes de girar sobre sus pasos, se volvió hacia ella. 

—  Se me olvidada —  le apuntó con el dedo —  Quiero que sea amable con los pacientes.

Ella  abrió la boca ofendida.

  — No tendrá queja de ello — masculló.

Si él le había sorprendido ese pequeño arrebato de carácter, no hizo mención y entró en la habitación. Ella colocó el bolso a un lado de la mesa y cogió el dichoso cuaderno, la pluma y el bote de tinta. Iba a ser una tarea muy tediosa. Guardó un suspiro y alguien entró. Para su sorpresa quién entró fue la enfermera, a diferencia de ella, tenía una llave.

¿Caruso no se fiaba tanto de ella que no le había dado otra?

Quizás era una tontería pero la desanimó. Fingió sentirse bien y responder al saludo de la mujer. Era una señora rolliza, seria, pero no antipática.




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