No me odies #5

Capítulo 13

El din don del reloj de la pared que había en el vestíbulo la despertó sobresaltada y con un crujido en el cuello. Se llevó una mano para aliviar un poco el dolor.

¿Cómo?

Pestañeó varias veces e intentó que la mente se le despejara del sueño. Intentó mover el cuello de un lado para otro porque se le había quedado engarrotado. Sus ojos se fijaron en las manecillas del reloj y se abrieron como platos al darse cuenta de lo tarde que era.

¡No podía ser! Se había dormido.

Se levantó de la silla como si le hubiera picado un bicho y miró de nuevo la hora. Gimoteó para a  sus adentros al ver que había dormido un buen rato. Tanto que era así que debía marcharse para no preocupar a sus padres. Giró sobre sus pies para coger el bolso y el abrigo. No pudo evitarlo. Su mirada fue atraída por la puerta de la consulta. Una débil luz se dejaba entrever por debajo de la puerta.

Podría tocarle y decirle que se marchaba como otras veces había hecho. Sin embargo, se llevó la mano al pecho y no tocó el picaporte. Se dio la vuelta para irse no sin antes de sentir un mal presentimiento. No le abandonó esa sensación.

Su doncella que estaba preocupada, gritó cuando la vio subir en el carruaje.

— Ya era hora. Lady Rawson estará que se suba por las paredes.

Ella no lo quería pensar.

— Eso me temo — se mordió el labio, notando que el malestar perduraba en ella—. Creo que debería volver.

— ¿Qué volver? Ahora vamos a casa, ni va a entrar.

Pero Clarette negó con la cabeza.

— Ve para casa y dile a mamá que me retrasaré. O dile que he ido a ver a la tía de Erikson.

— ¿Cómo va a volver?

No lo había pensado.

— No lo sé — su doncella le iba a dar algo.

Pero antes que le impidiera irse y el carruaje se pusiera en marcha, abrió la puerta y salió. Oyó el grito de su doncella. 

— ¡¿No los sabe?! — gritó no muy contenta con su respuesta —. ¡Señorita Rawson!

Pero ella no la escuchaba. Se le encogió el estómago al ver la puerta del edificio abierta.

¿No la había cerrado?

Antes de entrar en el edificio, una fuerza la empujó hacia atrás tirándola en el suelo.

— Auch — su trasero se dio un fuerte golpe contra el pavimento de la calle. El golpe lo sintió y reverberó por todo el cuerpo.

Le iba a doler durante varios días. Apretando los labios e intentó levantarse con las nalgas magulladas. Alzó la vista para ver qué ha sido eso, o mejor dicho, quién. A lo lejos pudo ver una persona, quizás, un hombre corriendo. El corazón se le subió a la garganta al comprender que algo malo había pasado.

Se irguió completamente, a pesar del dolor que sentía, caminó lo más rápido y entró en el local. No había nada revuelto en el vestíbulo. Solo que la puerta de la consulta estaba abierta. Sin entretenerse más tiempo, con el miedo royéndole y casi sin aliento, se adentró.

Un grito se escapó de sus labios al ver el cuerpo del médico doblado y apoyándose sobre el escritorio.

— Oh, Dios, ¿qué le ha pasado?

Echó un vistazo por encima. Algunos botes estaban tirados en el suelo, las vitrinas volcadas, los cajones del escritorio sobresalidos.

Se acercó a él pero parece ser que notó su presencia y alzó un brazo deteniéndola.

— No es nada. ¿No se había ido? — se dio la vuelta y mirándola.

Quería gritar de la frustración.

— Sí, me había ido, pero tuve un mal presentimiento y no me equivoqué —ignorándolo se acercó y pudo ver que él se sujetaba el estómago.

— Ha sido un robo, ¿verdad?

— No se va a dar por vencida — esbozó una media sonrisa que se tornó en una mueca —. Iba a irme a la planta de arriba cuando un hombre quiso apoderarse de cierto medicamento, opio, para ser exactos. Se lo hubiera dado si me hubiera explicado el problema pero no fue así.

Mientras él le había hablado, se aproximó aún más. Estaba a unos milímetros de él. El corazón se le puso a mil. Pero no era el momento indicado para que su corazón saltara y brincara.

— ¿Le ha golpeado? — él quiso decir algo pero jadeó cuando se movió.

— Me parece que no — su respuesta y el ver que la mano que se sujetaba la apartaba, no le dieron buena señal.

— Dios mío — se fijó que tenía un corte en medio del chaleco gris, estaba a la altura del estómago, la tela estaba empapada de sangre —. Hay que mirar esa herida.

— Puedo mirarla yo. Váyase.

— No me iré — dejó el bolso en un rincón, se quitó el chal y el abrigo—. Le ayudaré.

Ignoró el suspiro del hombre y le ayudó a quitarle la bata mientras él se desabrochaba el chaleco con torpes movimientos. Apartó sus manos, se encargó ella misma de hacerlo. Cada vez que él daba un leve respingo, se le encogía el corazón. Con cuidado, le quitó la prenda. Repitió el proceso con la camisa. No se percató hasta qué punto de intimidad habían llegado.




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