La duquesa Werrington echó un suspiro al ver a su hermano salir airado después de decirle de que la señorita Rawson se había marchado. Era compresible que estuviera furioso con ella. Pero las circunstancias la habían obligado a interceder. El ambiente en Londres estaba muy caldeado. Aunque Charles pensara que había hecho mal en hacerlo, vería que era mejor estar distanciados para ponerlo todo en su lugar. Dolía, sabía lo que era eso, porque ella no podría haber estado separada de Julian. Si lo pensaba, se le desgarraba el corazón. Había fallado a su hermano, solo esperaba que finalmente se arreglara la situación en la que estaba Rawson y él.
Cogió su bolso y salió en búsqueda de su hermano. El posadero le había dicho cuando fueron a buscarlos que la habitación del caballero estaba al otro lado, en la primera a mano derecha. Caminó hacia allí y no notó que hubiera algo extraño en ese momento. Hasta que abrió la puerta sin apenas haberla tocado. Una ráfaga de viento la empujó como si no pesara nada, dejándola que pasara sin que nadie estuviera al otro lado de la estancia.
— ¡Oh, Dios! — entró apresurada y vio la habitación vacía —. ¡Charles!
Dio un puntapié al suelo con el tacón del zapato.
— No podía ser más cabezota este hombre — respiró hondo e intentó calmarse recordando de que no debía ponerse alterada y se dio una palmada tranquila en su vientre —. Cuando nazcas, te preguntarás dónde te has metido. A veces, hasta me lo pregunto yo. Parecemos una familia de locos.
Se llevó una mano a la cabeza y salió. Fue hacia abajo para preguntarle al posadero cuando alguien desde afuera gritó.
— ¡Al ladrón! — la puerta de la entrada estaba abierta por lo que pudo escuchar perfectamente —. Me han robado el caballo.
Ally puso los ojos en blanco y maldijo la estampa de su hermano. Cuando quería, empeoraba más la situación. Se guardó para ella otra palabrota mal sonante. Se dirigió hacia fuera, donde el dueño del caballo, ultrajado gritaba y gritaba que se lo habían robado. ¡Qué gracioso, hasta saltaba de la pura indignación! El posadero, a quién no había visto, estaba consolando al pobre hombre.
— Disculpadme — caminó hacia ellos, fue cómico ver sus caras ante la sorpresa de que una dama se dirigiera a ellos —. Le he escuchado, sir. Lo siento mucho por su caballo.
— ¡Ese ladronzuelo me lo ha robado!
Como si no lo supiese ya. Se contuvo en poner los ojos en blanco y los brazos en jarra. ¡Hombres!
— Creo que esto le será suficiente — cogió de su bolso una bolsita de monedas — por el daño moral causado. Mi hermano cuando pueda se lo devolverá, señor.
— ¿Su hermano? —cogió la bolsa como si no lo comprendiera.
Ella tampoco lo entendía.
— Lo lamento mucho. No se preocupe, su caballo estará de vuelta. Dime su nombre, sir.
— Ese caballo me costó una fortuna — masculló y le dio una tarjeta con su nombre —. Aquí tiene, lo espero de vuelta, sino que se atenga con las consecuencias.
¡Pues que esperase en la cola! Cada hora que pasaba, su hermano se ganaba un enemigo.
El hombre entró de nuevo a la posada sin cambiar su expresión indignada y echando humos en las orejas, y en los pies, claro está estaba levantando polvo de la tierra con sus zancadas.
Se dirigió al posadero que se había quedado sin habla.
— ¿Tendría la amabilidad de buscar al cochero del señor Caruso? Dile que lo busca lady Werrington. Creo que mi estancia aquí se ha acabado.
***
La brisa delicada del viento la calmó. Había pasado el resto de madrugada y la mañana en un infierno. Le había pedido a su excelencia, al duque Werrington que parase el carruaje porque no se encontraba bien. No lo estaba. Miró enfrente de ella el riachuelo que descendía a lo largo de una colina.
Aunque había sido amable el duque, había rechazado su ayuda de acompañarla. Negó que lo hiciera. Temería que alguien la pudiese hacer daño. Se pasó las manos por la cara; la tenía hinchada y caliente de haberse pasado llorando toda la madrugada. Se sentía mal consigo misma, no podía evitar sentirse cierto culpable de lo que había ocurrido en la madrugada. Le había gritado, le había dicho que prefería estar con su familia que con él. Se había sentido burlada y desnuda. No en el sentido físico, sino emocional. Como si alguien se le hubiera metido dentro, le hubiera sacado el corazón. Apretase mucho. O era el miedo de que había sentido que le hiciera daño. ¡Había perdido la razón!
¿Se arrepentía de haberlo abandonado?
Era una pregunta que no se le había ido de la cabeza. El estómago se le revolvió y acusó los nervios de ello. Había todo el trayecto con ese malestar. Inspiró para calmarse, pero la sensación empeoró. Se notaba que su estómago estaba delicado por la tensión sufrida durante horas y horas. Intentó no pensar; pero su cuerpo parecía ajena a ella. Tuvo que levantarse y correr hacia al agua para echar lo poco que tenía en su estómago. Parecía ser que la sensación se esfumó. Más tranquila, se echó agua para quitarse el sabor de vómito y el olor. Notó que las manos le temblaban. Cogió un pañuelo que había guardado en su bolsillo para limpiarse. Fue en ese momento cuando escuchó un chasquido de una rama. No la asustó. Era el duque que venía a buscarla.