Nuestra vida como Archiduques

Capítulo 9: La Invitación y los amigos.

En el reino del Valle...

—¡Por fín sucedió!— exclamó la Reina Adriel, entrando en el comedor familiar de Vandeleur.

—¿Mi reina?

—Buen día, mis estimados, que les aproveche la comida, por cierto.

—¿Hay alguna novedad sobre el compromiso?— preguntó la señora de la casa, extendiendo una mano para pedir a la servidumbre ponerle un puesto a su alteza.

—Les agradezco —respondió Adriel, acomodándose con elegancia—. Sí. Ayer por la noche recibí la invitación oficial a la ceremonia de nombramiento del Archiduque.

—¿En serio?

—Eso es muy bueno, alteza— dijo Leónidas, con un saludo de cabeza.

Hace mucho que las llegadas sin aviso previo de algún miembro de la familia real dejaron de ser extrañas. Si no era el príncipe, era su madre la Reina, o el Rey, o los tres juntos. Después de todo, eran vecinos. Los terrenos de Vandeleur y de la familia Real colindaban, de modo que los separaban menos de diez minutos en carruaje.

La servidumbre terminó de servirle su desayuno en ese momento.

—Sí… Me da la oportunidad de conocerlo y de charlar con nuestros monarcas para entender cómo llegaron a la conclusión de que Lorena sería perfecta para él…—la sonrisa que tenía la reina mientras cortaba sus panes era poco menos que aterradora—. Deben tener una historia interesante que contar.

—¿Cuándo partirá? ¿Podemos ir con usted?

—No, mi niña —respondió con dulzura—. Ya sabes cómo son las costumbres. Los prometidos no deben cruzar palabra hasta el día de la boda.

—Es verdad… —Lorena apretó los labios—. ¿Me enviará cartas?

—Mejor que eso. ¡Os enviaré un retrato! Llevaré a Arty conmigo para asegurarme de que el resultado sea fiel. Sé que tú lo harías mejor, pero deja que ese niño se gane algo de mérito por sí solo.

El príncipe Arty era algo que Lorena había olvidado.

Había sido compañero de juegos de Lyam, por lo que los conocía desde niños. Eran amigos. Aprendieron a hacer muchas cosas juntos. Arty les enseñaba algunas como la etiqueta y el uso de armas mientras que Lyam les enseñaba a cabalgar y usar el arco; y ella, a su vez, les enseñaba a tocar todos los instrumentos que dominaba desde que pudo sentarse, además que los obligaba a sentarse horas bajo el árbol de duraznos de Vanderley para dibujar juntos.

Lorena tenía muy arraigados en su corazón esos momentos.

También aquello en los que Arty parecía inclinarse más hacia ella que hacia Lyam. Momentos en que sus sonrisas eran demasiado cálidas, sus ojos demasiado atentos, los abrazos demasiado largos. Y Lyam, siempre perceptivo, se enfadaba cuando se quedaban a solas demasiado tiempo.

A decir verdad, siempre albergó una pequeña esperanza de que, algún día, se casaría con él. Pero sabía que era algo tonto. Él era uno de los cinco príncipes de Adamas, y ella solo la hija menor de un conde. La tradición dictaba que un príncipe debía casarse con una princesa de sangre, una noble extranjera o, en el último de los casos, con la hija de un marqués. Pero, por desgracia, Silver no dejaba de enviar solicitudes de matrimonio y el actual Marqués tenía cuatro hijas.

De cualquier forma, nunca hubo ninguna intención clara, ningún paso más allá de la amistad. Y ahora, Lorena estaba comprometida con otro hombre así que no tenía sentido sobre pensar lo que nunca fue.

—¿Arty también se va?

Claro que sí. Si era una ceremonia tan importante, los reyes no dejarían pasar la oportunidad de llevar a uno de sus príncipes consigo, quién sabe, quizá hasta le conseguían un compromiso con alguna de las altísimas princesas. Ya se acercaba su edad para casarse.

—Volveremos antes de que te déis cuenta.

—De acuerdo.

—Espero que no ponga objeciones para que os escolte en vuestro camino a la Capital, alteza…—dijo el Conde—. Yo parto a finales de la semana para alcanzar la temporada de la Convención.

—¡Oh, es verdad!—gritó Lorena—. Me había olvidado. No te olvides de mis cosas, padre. Me he quedado sin color azul…

—Y vas agotar el del cielo también si no dejáis de pintarlo, niña.

Todos en la mesa se rieron.

El desayuno continuó de forma pacífica. El silencio apenas interrumpido por la conversación entre Lyam y la Reina. Admiraba cómo su hermano se movía entre palabras como un pez en el agua, siempre elegante, siempre oportuno, como si cada gesto suyo perteneciera naturalmente a un mundo de grandes salones y coronas pesadas.

Ella intentaba aprender con solo mirar. Sabía que muy pronto necesitaría esas habilidades: en la Capital, en la Corte, entre extraños con sonrisas afiladas.

Lorena era, por naturaleza, rápida de mente y ágil de lengua, pero sabía que tenía como gran defecto su curiosidad y su espontaneidad. Tendía a decir cosas cuando no era el momento, hacía preguntas incómodas, reía cuando el ambiente pedía solemnidad. No como Lyam. Él leía a las personas como quien abre su libro favorito, con facilidad, con ternura.

La voz de su hermano la sacó de sus pensamientos:

—Enana.




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