A la mañana siguiente Rosa fue la primera en levantarse, perseguida por el fantasma del desorden que le hizo negarse a quedar un rato más en cama aprovechando la paz dominical. No pudo darse el gusto, la sombra del caos parecía rondar alrededor de su reposo para recordarle aquel mal trazo sobre el armónico lienzo. Así que, incapaz de soportarse quieta, se despegó y salió de su cuarto como impulsada por una imperante misión, la de arreglar aquel entuerto que de tan acosadora forma le inspiraba la sensación de que todo estaba mal. No habría podido conciliar el sueño de no haber sido aplacada su intranquilidad por el cansancio que tras tan inusual noche hubo de caer sobre ella para hacerla rendirse a poco de descansar la cabeza sobre la almohada. Como tantas veces esta manía compulsiva le controlara como jalándola de hilos invisibles, se sabía esclava de su propia obsesión, pero era tan fuerte que no podía resistirse a levantarse y asegurarse que todas las hornallas de la cocina estuvieran debidamente cerradas. O las puertas con llave y las luces apagadas, después de convencerse de ello podía entregarse a la paz del sueño.
La casa descansaba en una imperturbable quietud. Abrió las cortinas para que los vigores indomables del sol renacido entraran y bañaran en ámbar su disposición. Puso la cafetera sobre el fuego y mientras se ocupó de ordenar el desastre que a su parecer insultaba la decencia de la sala. Ubicó las lámparas en su lugar, los muebles también y colgó en el perchero de la entrada las prendas descuidadas tan de insolente modo. Reparó entonces en las vestiduras femeninas que compartían erráticas la desordenada tendencia y al comprender lo que sucedía inundó el espacio silente de risotadas con buenas ganas. Y contempló la razón de sus descuidos como bien justificados.
–El beneficio de ser joven –musitó para sí sola –. Como impedirle a un león abalanzarse sobre una inocente gacela.
Juntó la camiseta de Lucy, la dobló prolijamente y la dejó sobre el pasamanos de a escalera hasta ser necesitada de nuevo. Siguió con la chaqueta, la recogió del piso entre los sillones y escondió en un bolsillo el brasier extraviado. Sacudió el cuero lustroso de la prenda, pero con torpeza se le resbaló de las manos y volvió a encontrar el piso regando el contenido de sus muchos compartimientos. Varias monedas rodaron lejos del impacto y astutamente encontraron reposo debajo de los sillones. También apareció un delineador de ojos y un pequeño set de maquillaje; un espejito circular que por milagro quedó intacto; un peine y una billetera de cuero color vino que quedó abierta de par en par. La foto de Lucy resaltó a través de la ventanita cubierta de plástico en una de las mitades y atrajo con simpatía la atención de Rosa, enternecida de la sonriente imagen de la chica; se sintió influenciada de su inocente expresión y le mereció el gesto así la tuviera enfrente. Se veía hermosa y encantadora plasmada en la pequeña lámina que resultara su documento de identidad con todos sus datos. Entonces su afable sonrisa se deformó hasta desaparecer como si por ella fuera castigada con una intempestiva bofetada. Parecía una mala broma, no podía creer lo que veía y tan pesada le fue la revelación que le ahogó de lágrimas. Cubrió su boca con la mano para no vociferar su profundo desencanto.
El sonido de una puerta abrirse en el piso superior le sacó de sus amagos pensamientos. Secó el lamento de sus ojos empapados y ganada de prisa guardó la billetera en el bolsillo de la chaqueta antes que nadie la viera. Cuando Frank apareció y bajó la escalera la encontró hincada juntando el desastre que había ocasionado. Rió el hombre de sus afanes obsesivos y se prestó a ayudarla a levantarse del suelo por donde parecía arrastrarse persiguiendo los objetos dispersos. Pero Rosa estaba tan aturdida que sus fuerzas le habían abandonado y Frank debió redoblar esfuerzos para que lograra incorporarse. Y el aspecto que tenía le hizo sentir un repentino miedo.
–Pero vieja ¿Qué te sucede? –exclamó con vivo temor –. ¿Estás bien? Estás tan pálida que te confundes con un muerto.
–Estoy bien, Franky –mintió Rosa con una extraña sonrisa –. Solo estoy un poco mareada, es todo.
–¿Desde cuando alguien llora porque se marea? –contempla él –. Vamos, sabes que no puedes mentirme. ¿Qué es lo que sucede? No me preocupes de esta forma.
Rosa se mostró reacia a responder al principio, pero era inabarcable el secreto que intentaba retener consigo y no pudo con él. Colgó la chaqueta en el perchero y de nuevo sacó la increíble verdad que dentro de ella intentó esconder. Se la dio a Frank y bajó la mirada al suelo sin más explicaciones. Él la tomó con risueña desconfianza.
–¿Qué pasa con esto? –le pregunta sin comprender.
–Solo ábrela y lo entenderás.
–A ver qué es lo que tanto te perturba.
Lo que se avecinaba ahuyentó a el ama, que escapó de regreso a la cocina, apresurando su pesado andar para no presenciar el pecado de Pandora. Frank entonces abrió en dos el diminuto objeto con un gesto de indiferencia. Y al encontrarse con el misterio sintió su corazón detenerse.
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Editado: 06.08.2019