El ruido del teléfono en la sala desafía al sonido dominante de la lluvia, sus campanillas ganan el duelo llamando a Irina hasta su reposo compartido con varios portarretratos con cariño completados de jóvenes sonrisas. Eran las ocho de la noche, acababa de comenzar la telenovela que cada día la pegaba frente al televisor y el repetido escándalo del aparato le llenó de fastidio. Tomó de un manotazo la bocina, mas se recompuso al contestar ahogando su repruebo con un cordial saludo. Tenía la misma edad que Clark en verdad, pero no los aparentaba y sin proponérselo las virtudes del tiempo obraban sobre ella acentuando su natural belleza. Su cabeza era un torbellino de rizos plateados, de finos rasgos su rostro y con una particular facilidad para dominar los vaivenes de su explosivo carácter. Frunció el ceño contrariada al atender la llamada, pero a su esposo buscaban y eso le hizo refunfuñar en sus adentros; cubrió con la mano el tubo y no ahorró descontento en su voz.
–¡Clark, alguien te llama! ¡Ven a atender! –luego con singular aplomo se volvió al solicitante –. Enseguida le atiende, un momento por favor...
Despertó al viejo detective el grito, aunque se encontrara sumido en pasados distantes y salió de su despacho alertado sin bien haber entendido el mensaje a través de la puerta cerrada y el murmullo exterior que lo volvió un alarido desprovisto de lenguaje traducible.
–¿Qué es lo que ocurre? –le reclamó inquieto –. ¿Qué gritos son esos?
Le respondió sacudiendo hacia él el auricular y haciendo un gesto de urgencia a ser relevada, dejó el estorbo sobre la mesa y volvió con su telenovela. Clark resopló molesto.
–Tanto escándalo por tan poca cosa –murmuró para sí. Aclaró la voz y contestó –. Sinclaire (...) Así es ¿Qué se le ofrece? (...) Lo siento, pero ya no hago esa clase de labores (...) Lamento que le sea importante, pero nada tiene que ver conmigo... –iba a cortar la llamada, mas cede a la súplica –(...) Sí, le conozco ¿Por qué le interesa? (...) –la sorpresa ensombrece su rostro. Se sienta, ahora interesado en continuar la comunicación –. Ya veo, pero como le dije antes, ya no trabajo haciendo investigaciones. Me he retirado y créame que no soy lo que usted necesita (...) –aprieta los labios contrariado –. Entiendo. Aguarde un momento... –separa el tubo de su oído; frota su frente buscando desanudar su indecisión. Se resuelve como quien no tiene nada qué perder –. Está bien. Lo veré mañana entonces, a primera hora (...) Vaya a la cafetería Mary Croff, calle Lindstone 347 y espéreme allí (...) Adiós...
Cuelga. Permanece allí sentado por un momento, pensativo. Se levanta y vuelve a su despacho.
–Déjà vu (deza vy) –murmura meneando la cabeza –. Algunos casos nunca terminan de escribirse. Demonios...
Se presentó nublada y fría la mañana siguiente, y acaso había puesto una tregua al aguacero que arreciara toda la noche. Solo una delgada llovizna salpicaba penosamente cuando Clark salió a la calle gastando su raído sombrero y el sobretodo sacado del baúl de su antigua profesión como él mismo lo hacía. No daban las siete, una caricia húmeda, como de bienvenida, solitaria senda por las que tantas veces circularan sus aventuras, memorables fábulas de invariable inicio, por allí se escribía el prólogo de cada una de sus hazañas. Levantó las solapas siguiendo los modismos de sus buenas épocas, sintió en su pecho el regreso al negocio, una emoción casi incontenible y un vigor joven electrizando sus nervios, capaces de olvidarle la enfermedad y el cansancio. Estaba completo ahora, una importante parte de él le había sido devuelta, el orgullo de antiguas glorias, sensaciones que solo se experimentan una vez en la vida; fuego en las entrañas, le quedaba una última aventura a aquel viejo detective, una última misión, un caso que creyó concluido y de nuevo pendía sobre el candelero, reacio a un fin definitivo. Los años no significaron nada mas solo recuerdos grabados en cada piedra del vacío callejón.
Largas cuadras silenciosas, abandonadas a la melancolía del empañado amanecer, el agua se acumulaba en los bordes de los adoquines y se volvían resbaladizos y traicioneros; las altas fachadas convertidas en muros de plomo y verdín, musgo sujeto bajo cada pliegue, narraban una historia en páginas gastadas por el tiempo; puertas y ventanas estropeadas, envejecidas, retratos de otras épocas, también los faroles de hierro en desuso, escurriendo la humedad impregnada, y hasta ese viejo buzón en la esquina, carcomido por el óxido, solo las mejores memorias recordaban el color de sus buenos días. Pasó a su lado y al verlo quizás le dedicó sin notarlo un saludo con un leve movimiento de cabeza, como a un viejo amigo junto al cual tantas veces compartiera un momento fumando un cigarrillo, observando, recordando. Vivía en aquel barrio desde que era un muchacho, se sentía tan a gusto allí como el día que lo eligió y de él se hizo parte. Tantos diminutos detalles, su importancia es tal a la vida de aquel que de ellos forma la imagen, el trasfondo, de su propia historia. Llegó a Astridtown por su propia decisión convertido en huérfano después de escapar de la casa de sus padres; era el menor de ocho hermanos, tuvo una infancia difícil y huyó en cuanto tuvo suficiente edad para valerse por sí mismo. Nunca volvió a saber de su familia. Pero los años con su paciencia incluso logran desmenuzar las rocas y la suave llovizna sobre su rostro herido por las décadas ocultó aquella amarga lágrima que rodara por sus mejillas hundidas.
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Editado: 06.08.2019