No hubo por mucho esperar a Frank, luego del habitual horario en que dejaba la empresa y regresaba con diligencia a casa sin proponer ninguna escala, cualquier cosa fuera le sentaría como una molesta continuación a las horas gastadas en su trabajo, y en la puntualidad por volver, donde el día comenzara, cerraba el círculo quedando libre de él y en libertad de hacer lo que le placiera. No obstante, no resultaba en obligada premura tan metódica conclusión, dejó el Mercedes deslizarse suavemente y tantas veces por el mismo lugar donde tuviera el accidente cuyas secuelas ya no eran sino un recuerdo, hasta una enorme sonrisa le inspiraba a veces como una proeza de la que pudo escapar airoso y junto al mismo auto con el que protagonizara el episodio eran dos ancianos veteranos recorriendo el lugar donde alguna vez se jugaron la suerte y lograron sobrevivir.
El Mercedes sube hasta detenerse frente al garaje. Entró a la casa, el tronido de la puerta al cerrarse era el punto que ponía fin a un nuevo día laboral, la entrada a un museo monótono y aburrido que no se abriría hasta el siguiente amanecer. Desanudó su corbata y dejó dentro del despacho su maletín, símbolo de una etiqueta agotadora, ahora dueño de su aspecto, deformó al misterioso monigote que a diario hiciera bailar con cuidados modales y fina impronta, al caer la tarde el cansancio lo hacía una traición a sí mismo, una imagen acartonada y desleal, no necesitaba de ella al cumplirse la función y lo maltrataba como una reconciliación consigo propio ser. Era un ritual obligatorio de cada jornada, la forma de sobrellevar la presión cuando la máscara caía al completarse al fin el círculo vicioso del que era libre.
Llegaban desde la cocina murmullo cautos que se filtraban a la sala vacía como la vibración de una cuerda tensa, déjà vu de cuchicheos que hicieron a Frank reír y mover la cabeza con resignación.
–¿Cuándo se callarán esas cotorras? –dijo para sí –. Me voy a morir sin saber cómo no se les acalambra la lengua de tanto hablar sinsentidos.
Se colmó de gracia y de ocurrencias presto a aprovecharlas dando rienda suelta al humor reparador de la seriedad tediosa y aplastante que el protocolo laboral castraba de su buen ánimo, completó su soliloquio risueño y atrevido entrando a la cocina en la versión más fiel de sí mismo. Frenó sus impulsos al descubrir que también Lucy estaba presente, se contuvo de hacer cualquier comentario inapropiado, cualquier jaranilla que sus pensamientos le inspiraban quedó fuera del contexto sin vencer los filtros de su cordial compostura. Presintió de inmediato la tensión, en el rostro compungido de los presentes, angustia que hasta al buen talante de Rosa hubo logrado afectar, solo podía significar problemas y bien le hubiera gustado suspirar tentado de un reproche molesto por serle arrebatado el espíritu alegre con que regresaba a su casa.
Hizo Lucy sonriente su saludo, de un gesto apagado, titubeante y forzado como la resaca de una expresión antónima y de pronto contrariada; el ungüento y el descanso había obrado favorablemente contra su lesión, la inflamación en su ojo había bajado, mas la sombra que le rodeaba bastó para impactarle de amarga sorpresa y borrarle del rostro la comedia que lo dibujaba. Le acompañó Darion en su recibir, sentado junto a ella compartiendo el tacto de sus manos, su expresión un necesitó por disimular la profunda aversión que sentía; era transparente su mirada, desde que era un niño, a veces solo de ella necesitaba, pudo como ayer leer en su profundidad temblorosa una imperante solicitud, un pedido de ayuda a una situación extraordinaria. Lucy bajó la suya al suelo, avergonzada.
Fue convidada a compartir el dilema tendido sobre la mesa entre los restos del almuerzo que Lucy aprovechara al levantarse de su siesta; apenas sí pudo probar bocado, todavía satisfecha del atracón con que se desayunara, sin ganas correspondió al servicio que Rosa le dispusiera para no pasar por ingrata, en la bandeja quedó suficiente para saciar el mejor apetito. Se llamó la chica a un silencio nervioso, sintió su cuerpo ponerse rígido y su piel fría, incómoda ante la situación, poco faltó para que se levantara de su lugar y huyera despavorida, superada, pero percibía el sólido temblor en sus piernas y dudó poder contar con su soporte. Frank se acomodó frente a ella, Darion a su diestra, la curiosidad hizo a Lucy levantar la vista hacia él inconcientemente. La mirada blanda del hombre, serena, comprensiva, le infundió tranquilidad al cruzarse entre ellas, un gesto complaciente la convenció que nada tenía por temer. Que en él podía confiar.
–Lucy, cariño –murmuró dulcemente –. ¿Qué ha pasado? ¿Quieres contarme?
Sintió Darion en su mano cómo Lucy le apretaba, estremecida, dudosa; al voltear hacia ella descubrió cómo se debatía contra los abrumadores deseos de llorar. La apabullaba el tener que desentrañar una vez más la historia, más aún frente a aquellos a quienes indirectamente les estaba suplicando ayuda, una vergüenza indecisa le impedía tomar el hilo de la respuesta. La rodeó por los hombros con su brazo y la obligó contra él, nunca la había visto tan abatida y privada de su carácter resuelto, algunas horas de sueño habían restaurado sus fuerzas, pero no acallado el dolor de sus heridas, volver a pensar en ellas le adormecía la garganta y empapaba sus ojos. La sustrajo consigo del peso de hablar y tomó su lugar para aclarar cuantas dudas pendían sobre tan difícil incidente. Fue conciso, limpio al revelar el misterio sin el veneno de sus propias percepciones, no hizo falta para teñir a Frank de la misma postura a tamaña indecencia, redundante su reacción con la de su hijo al enterarse de la singular odisea. Cerró Lucy los ojos, a ciegas el relato en voz de Darion no parecía pertenecer a ella, sin desearlo plasmando cuán miserable se sentía, estampa lastimosa que le hizo a Frank partírsele el corazón.
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Editado: 06.08.2019