El pequeño cuchillo se hallaba a varios metros de su cuerpo. No podía respirar. No podía caminar. No podía continuar. El sentimiento de debilidad se extendía por todo su cuerpo como sangre corriendo por el rio.
La vida era una ironía. Nunca se pensó a si mismo en una situación como esta. Él era invencible. Era el más fuerte de todos. El mejor de su clase. El más astuto. Él era el elegido. Entonces, ¿por qué estaba allí?
No lo sabía y lo poco que recordaba era… complicado.
Varios minutos atrás estaba allí, en su habitación, comiéndose un emparedado antes de que el caos se desatara. Sus poderes habían explotado en su cara sin control alguno manipulándolo sin el poder evitarlo. Las luces habían volado en mil pedazos. Las ventanas vibraban constantemente en señal de estar a punto de seguir el mismo camino. El suelo apestaba como si estuviera derritiendo. Las paredes habían adquirido un extraño color ambarino.
Nada era como debia ser.
Por primera vez en sus mil años de vida estaba asustado. Nadie poseía tanto poder para poder controlarlo de esa manera.
¿Quién le quería hacer daño? ¿Quién lo quería fuera del camino?
Temiendo por el bienestar del mundo comenzó su huida. No podía permanecer allí. Si el moría solo sería cuestión de tiempo antes de que el balance del mundo comenzara a peligrar.
Debia ponerse a salvo.
Debia encontrar a su posible asesino.
Sin embargo, no llego muy lejos.
En la puerta de su casa, congregados, se encontraba el consejo de ancianos. El mismo consejo que se había encargado de ponerlo allí, en el trono, porque según ellos: él era el elegido. Todos ellos iban vestidos con sus largas túnicas rojas, símbolo del sacrificio que allí se llevaría a cabo, mientras recitaban sin cesar un cantico en latín. Le habían traicionado.
Quiso dar media vuelta para echar a correr en dirección contraria a ellos, pero como un tonto había entrado en el campo mágico. El miedo se extendió por todo su ser. Sus poderes comenzaron a abandonar su cuerpo mientras su casa comenzaba a caerse en pedazo sobre ellos.
Pero a nadie le importo aquello, para ellos lo importante era él. Acabarlo a él. Corromper; dejarlo sin poder. Exterminar la amenaza que, según ellos, él era.
Sintió, por primera vez, como si realmente necesitara el oxigeno para respirar. Sus pulmones, aquellos que solo utilizo cuando era pequeño, comenzaron a funcionar ocasionándole un dolor sin igual. Su corazón reanudó su marcha mientras el cantico en latín seguía su curso. Fuego líquido recorrió sus venas al tiempo que su cabeza comenzaba a pitar. Sus colmillos, aquellos que casi no utilizaba, salieron a relucir antes de sentir como se los arrancaban. Sangre salió de los pequeños orificios provocando que se ahogara con su propia sangre.
Sentía estar en el infierno y no había escapatoria.
Aún podía recordar como confió en cada uno de ellos por lo amable que eran todo con él. No lo criticaban por ser diferente. No les molestaba que tuviera un poder superior a los demás. Pero todo había sido una mentira, un ultraje para drenar su poder hacia ellos y así seguir en el mando.
Se molestó. No le importó que terminarse muerto, después de todo, era lo más probable. Con la poca fuerza vital que le quedaba se levantó ocasionando más de un grito de asombro.
Su rostro adquirió la expresión de un cazador.
Iba a morir, estaba seguro, pero ellos se irían con él.
Se sintió mejor, por segundos, sus pulmones comenzaron a recibir el ansiado oxígeno. Sus ojos cambiaron de color hasta ponerse de un rojo intenso y su mirada… Su mirada inspiraba terror; más de uno allí tembló. Lo temido había sucedido; habían despertado a la bestia.
Los restos de lo que una vez fue una pequeña casa temblaron a sus pies. El viento a su alrededor se incrementó. El cielo se iluminó. Y allí, antes de la paz siguiera a la tormenta, una potente luz se elevo hasta los cielos antes de escuchar el sonido de una fuerte explosión.
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Hillary Di Veneto. ©
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Editado: 29.03.2018