A la mañana siguiente, entré al baño apurada pero al sentir sus pasos detrás mío cerré la puerta con llave. No me dijo nada, cuando salí me topé con él que me esperaba sentado frente a la madera que nos separaba.
Sonrió, yo no le devolví el gesto.
Los días avanzaban, inclementes, mientras nuestra relación se perdía sin remedio. Algunas noches en que el rencor era insoportable, me quitaba el anillo de compromiso, pero al despertar al día siguiente, volvía a estar ocupando su lugar en mi dedo anular. Mi corazón sangraba de pena, pero no iba a ceder. Si me hacía elegir entre nuestro bebé y él, paradójicamente por el amor infinito que sentía por mi novio, era nuestro hijo quien saldría victorioso.
El silencio apabullante que había en nuestro hogar me sacaba de quicio, las ganas de llorar y gritar empezaban a asfixiarme, Matías prácticamente no salía del taller y yo deambulaba de a ratos como alma en pena y en otros momentos como poseída por el odio y el rencor. Sólo el bienestar de nuestro bebé me impedía tirar la puerta abajo para exigirle que dejara de ignorarme.
Por más que me refería al niño como “mi hijo”, en mi cabeza lo pensaba como “nuestro hijo” y me maldecía por ello. No podía entender cómo hacía para no quererlo, para rechazarlo cuando era el fruto de nuestro amor, aquel que alguna vez pensé infinito.
Intenté aguantar pero no lo logré, entré a la habitación, saqué un bolso y cargué algunas de mis pertenencias. Matías entró en el momento justo en que me disponía a huir de allí.
—¿Qué hacés? —preguntó con los ojos como platos, moviéndose entre mi rostro y lo que colgaba de mi mano.
—Me voy.
—No me jodas, Aitana.
—Exactamente, ya te jodí bastante. También te di tiempo y todo el amor que fui capaz. Sin embargo no es suficiente y llevo semanas esperando algo que no vas a decir.
—Lo quiero, Aitana. Si eso es lo que necesitás escuchar, lo quiero, pero no puedo tenerlo.
—Entonces tampoco me podés tener a mí, porque somos un combo inseparable.
Avancé con actitud altanera, necesitaba alejarme antes de desfallecer por lo que acaba de escuchar.
—Quedate con la casa, el que se tiene que ir soy yo.
Escucharlo tan vencido, sin hacer un mínimo esfuerzo por retenernos, abrió nuevamente la brecha que nos separaba, alejándonos como si de lava se tratara, que hirviendo destructora arrasaba con todo lo que habíamos construido.
—No me voy a quedar en un lugar que no me pertenece y en el que no somos bienvenidos, rodeada de recuerdos que prefiero olvidar.
—¿Nuestro amor fue poco para vos? —empezó a asomar en su mirada el Matías belicoso que conocía.
—Lo ha sido todo desde que nos cruzamos en el aeropuerto.
—Entonces no entiendo ¿Por qué provocaste esto que sabías que yo no quería?
—¿Provocar? ¿De qué hablás Matías?
—¡De eso! —levantó la voz mientras con el dedo señalaba mi vientre.
—¡Sos un estúpido! —el corazón palpitaba en mi garganta, los ojos se me llenaron de lágrimas y los dientes me rechinaron de lo apretado que los tenía—. ¿Crees que lo hice apropósito? Cuánta lógica en tus pensamientos. Sí, lo hice apropósito. Estaba deseosa de embarazarme, que vos me rechazaras el mismo día que me recibí y que me ofreciste matrimonio para tener que abandonar la que creía mi casa, sola, desempleada y con el corazón partido en dos porque el padre de mi hijo lo desprecia.
—¡No lo desprecio! No vuelvas a decirlo porque no es así —cerró los ojos y con las lágrimas que ya no podía contener, terminó de decir— ¡Lo libero!
—¡Cobarde! —grité con mis ojos cargados de un dolor que preferí disfrazar como ira, lo empujé hacia atrás y salí de la habitación que empezaba a ahogarme. Abrí la puerta que daba a la calle sin mirar atrás pero antes de cerrar sentí el llanto de Matías a mis espaldas.
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Editado: 21.02.2024