Hacía mucho tiempo que Aldana no montaba en motocicleta, la última vez que lo había hecho había sido en la isla, justo antes de quedarse embarazada, antes de someterla a una intensa presión y de comenzar a tratarla como si fuera de porcelana, haciéndola consciente de la importancia que la familia atribuía a que tuviera un hijo. Con el pelo recogido en una coleta, se puso el casco y se acopló en el asiento detrás de Alessandro. –¿Adónde quieres ir? –preguntó él volviendo la cabeza. –Me da igual. Sorpréndeme. –De acuerdo –respondió él. Alessandro puso en marcha la moto y cruzó la puerta de la verja que se abría por medio de un dispositivo electrónico. Salieron a la carretera y una súbita sensación de libertad se apoderó de ella mientras bajaban la colina. Aldana notó que Alessandro estaba evitando la concurrida carretera que bordeaba la costa y se preguntó si él iba a llevarla a la famosa acrópolis de Lindos, con sus monumentales escaleras y vistas a la bahía de San Pablo, considerada una de las más bellas de toda Grecia. Pero eso sería una sorpresa desagradable porque había sido el lugar donde alessandro se le había declarado y le había pedido que fuera su esposa, un día inolvidable y romántico lleno de promesas de futuro. Y una sobrecogedora sensación de alivio la invadió al ver que Alessandro elegía una carretera que conducía al interior y que atravesaba Laerma, un diminuto pueblo de montaña, para salir a la carretera de Profila. La moto de Alessandro era muy potente, pero Aldana se dio cuenta de que él estaba teniendo en cuenta su miedo a la velocidad porque evitó correr como acostumbraba. Así ella pudo disfrutar de las espectaculares vistas que la isla le ofrecía, una isla de la que los antiguos griegos decían que era más bonita que el sol. El problema de la motocicleta era que estaban muy juntos, pensó Aldana. Demasiado. El pasajero tenía que agarrarse a la cintura del conductor y pegarse a él. Se le había presentado una razón para tocar a su marido y no sabía si era bueno o malo. Todo era un asalto a sus sentidos: la belleza de la isla, la sensación de libertad, la proximidad de su cuerpo al de él. Y tampoco podía negar que el pálpito de la máquina entre las piernas la estaba haciendo pensar en cosas en las que no debía. Después de recorrer unos treinta kilómetros, Alessandro paró la moto en una polvorienta carretera próxima al monasterio de Moni Thari. Entonces, volvió la cabeza. –¿Te apetece visitar el monasterio? Aldana había estado allí con anterioridad. En realidad, había pocos lugares de la isla que no hubiera visitado, pero ese día le pareció apropiado para entrar en aquel lugar espiritual y pensar en Sofia. –Sí, mucho. Alessandro aparcó la moto cerca del monasterio y entraron en él. El espesor de los antiguos muros protegía el interior del calor de fuera y el silencio pareció filtrarse por la piel de ella y llenarla de una extraña sensación de paz. Pero al detenerse a contemplar los exquisitos frescos, Aldana se dio cuenta del estado emocional en el que se encontraba. Sentía profundamente la presencia de Alessandro a su lado, con el casco de la moto bajo el brazo. Con el cabello revuelto y ropa deportiva tenía un aspecto relajado. Pero daba igual lo que llevara porque siempre atraía la atención. Vio cómo un par de hermosas mujeres suecas se lo quedaban mirando. Sí, siempre era así, las mujeres, en cuanto veían a Alessandro, lo deseaban. Sin embargo, no había nada que indicara que el hombre que estaba absorto contemplando los frescos era un multimillonario con influencia en todo el mundo. Alessandro parecía... un griego. Después del monasterio fueron a Laerma. Allí, en el pueblo, se detuvieron a beber algo. Se sentaron en la terraza de un pequeño restaurante a la sombra de los árboles. El dueño salió a saludar a Alessandro y le estrechó la mano con entusiasmo, tratándole como a un amigo. Resultó serlo y Alessandro se lo presentó. El dueño del restaurante se llamaba Petros. Después de servirles café, agua y aceitunas, Petros entró en el restaurante y al cabo de poco tiempo salió con una pequeña bolsa de plástico en la mano que le dio a Alessandro. –Efharisto –dijo Alessandro inclinando la cabeza ligeramente al tiempo que lanzaba una mirada al interior del restaurante. –Parakalo –Petros le lanzó una mirada interrogante–. ¿Ine simantiko? –Ne. Aldana esperó a terminar las bebidas y, cuando iban de vuelta caminando hasta donde habían dejado la moto, preguntó: –¿Qué te ha dicho Petros? –Me ha preguntado si se trataba de algo importante. –¿Y tú le has dicho que sí? Alessandro sonrió antes de responder. –Muy bien, Aldana, tu griego está mejorando, ya sabes cómo es «sí» en este idioma. –Muy gracioso. ¿Tiene algo que ver con lo que hay en la bolsa de plástico? –Sí. –¿Qué es? Alessandro se dio una palmada en uno de los bolsillos traseros de los vaqueros. –Una película. –¿Eso es todo lo que vas a decirme? Alessandro la miró, tentado de recordarle que ya no era su mujer y que, por lo tanto, no debía creerse con derecho a los privilegios de una esposa. Pero los ojos verdes con matices grises de ella le hicieron capitular. –Me sorprende que no lo hayas adivinado. ¿Te acuerdas de las fotos que nos sacaron a la salida de la joyería? –Alessandro esbozó una sonrisa triunfal–. Pues aquí tengo el film, en el bolsillo. Aldana parpadeó. –¿Quieres decir que te has hecho con él? –Por supuesto. Ya te dije que lo arreglaría. Hablé con Petros y él, a su vez, habló con uno de sus hijos para que se hiciera con él. Aldana recordó la breve conversación telefónica que Alessandro había mantenido con alguien en el coche. –¿Y el fotógrafo ha dado el film así sin más, sin poner objeciones? –Algo así –Alessandro sonrió débilmente–. Digamos que le hizo una oferta que... el fotógrafo no pudo rechazar. Aldana se mordió el labio inferior. Por una parte, pensaba que la reacción de Alessandro había sido excesiva; por otra, le estaba agradecida ya que esas fotos podrían haberle creado problemas. Cuando volviera a Devon, lo que menos deseaba era reavivar los cotilleos sobre su relación con Alessandro. Además, debía reconocer que le atraía el poder y la autoridad de él. ¿No se peleaba a veces con él simplemente por pelearse? Tal vez una de sus características era que no estaba acostumbrada a que la protegiera un hombre. –Gracias –respondió Alessandro. –De nada –le contestó él–. Al menos ya no tienes por qué temer que unas imágenes fotográficas establezcan una unión entre ambos. –¡Debes de haberme leído el pensamiento! –Sí, debo de habértelo leído. Alessandro se dio cuenta de que el intercambio de palabras estaba enmascarando la tensión que crecía entre los dos. Cuanto más tiempo pasaba con ella, más se excitaba. Se empezó a excitar en el momento en que ella, después de subirse a la moto, se agarró a su cintura. Por el espejo retrovisor se fijó en los desnudos muslos de Aldana. Cerró los ojos brevemente al sentir los senos de ella en la espalda cuando arrancó la moto y le pareció que se asemejaba mucho a una tortura. De haber estado con otra mujer se habría parado en uno de los muchos recónditos lugares por los que pasaron en el camino de vuelta, habría aparcado la moto detrás de algunos matorrales, la habría agarrado y la habría tumbado en el suelo. Pero con ella... no le daría tiempo a quitarle el vestido y, además, las agujas de los pinos podrían dañarle la pálida y sensible piel. No le daría tiempo más que a quitarle las bragas y a perderse en las profundidades de su líquido calor. La imágenes que su mente evocó eran tan intensas que se desvió ligeramente de la carretera, sobre todo al imaginarse el dulce momento de la penetración. –¡Por el amor de Dios, Alessandro! La exclamación de advertencia de Aldana le sacó de su ensimismamiento, haciéndole volver a la realidad, y aminoró la velocidad. –¿Qué pasa? –¡Estás conduciendo como un loco! –Lo que pasa es que no estoy acostumbrado a ir en moto con alguien atrás. –Eso no es una disculpa. Concéntrate, por favor. –Lo intentaré. Pero... ¿cómo iba a concentrarse con Aldana pegada a él? Se le pasó por la cabeza decirle que no era necesario que le apretara tanto con los muslos; sin embargo, le gustaba demasiado como para decírselo. Realizaron el resto del trayecto sin más incidentes y, cuando llegaron a la casa, vieron a Phyllida con unas mujeres en el jardín colocando farolillos en los árboles. También habían puesto allí fuera unas mesas alargadas y adornadas con guirnaldas. Alessandro ayudó a Aldana a bajarse de la moto. –Mi hermana se está tomando el bautizo muy en serio –observó él con ironía–. Ah, y otra cosa, va a venir luego con la niña para que la conozcas. Supongo que debería habértelo dicho. Aldana se quedó inmóvil de repente. Debería haberse imaginado que ocurriría algo así, pero la sorpresa le sentó como un jarro de agua fría. Trató de sonreír, pero no fue convincente porque Alessandro la agarró cuando ella se volvió para alejarse. –Aldana, ¿qué pasa? –No es nada. Aldana le apartó la mano y comenzó a caminar hacia su casa, pero oyó los pasos de Alessandro a sus espaldas y no podía hacer nada por impedirle que la siguiera. Aldana entró en la casa y oyó cerrarse la puerta detrás de Alessandro. –¡Por favor, Aldana, di algo! –Ya te he dicho que no es nada. –Sé que te pasa algo –insistió Alessandro con genio–. ¿Cómo voy a poder ayudarte si no sé qué es lo que te pasa? Aldana se lo quedó mirando un momento, pensando que ojalá el corazón no le latiera con tanta fuerza. –No puedes ayudarme, Alessandro –respondió ella encolerizada–. Nadie puede ayudarme. –¿Es por lo de la niña? –¿Tú qué crees? –preguntó ella, con todo lo que había estado reprimiendo listo para salir a borbotones–. ¿Es que nunca piensas en cómo habría sido nuestro hijo? Nuestro hijo, Alessandro. Ahora tendría dos años. ¿Te lo imaginas? Ahora estaría corriendo por ahí, con sus ojos azules y el pelo negro, como su padre. Estaría dándole patadas a un balón en el jardín... –¡Para! –exclamó Alessandro con voz ahogada. –¿No querías que te dijera lo que me pasaba? –preguntó ella–. Pues te lo estoy diciendo, te estoy diciendo lo que me pasa. Ahora ya pienso mucho menos en eso, pero al principio era horrible, pensaba en ello las veinticuatro horas del día. El sentimiento de pérdida era espantoso. ¿Realmente quieres saber cómo me sentía, Alessandro, estás seguro de que quieres saberlo? Alessandro nunca la había visto así. Nunca había visto a Aldana tan vulnerable. Era extraño, ya que Aldana siempre había sido una mujer muy fuerte. Igual que él, tenía que serlo. Tal vez incluso fuera más fuerte que él por todos los obstáculos que había tenido que superar desde la infancia. Alessandro asintió. –Sí, dímelo. Las palabras le salieron a Aldana sin contención: –Cada madre que pasaba por la calle con un cochecito se me clavaba como un puñal en el corazón. ¿Te acuerdas de la ropa de bebé que compré? –Aldana respiró hondo–. Pues no dejaba de mirarla y de pensar en lo que podría haber sido. Acabé llevándola a una tienda de beneficencia y no te puedes imaginar lo que sentí en aquel momento, fue horrible. –Podrías haber guardado la ropa –dijo Alessandro–. Podríamos haber intentado otra vez tener un niño. Aldana hizo una mueca de dolor y sacudió la cabeza. –¿Cómo, si después de que abortara no querías acercarte a mí? No podías soportar tocarme... porque te había fallado. ¡No había logrado darte un heredero para la continuación de la dinastía Soto! Alessandro quiso responder, pero él, que siempre sabía qué decir, no encontró palabras en el vocabulario que pudieran expresar lo que quería decir. –Yo no podía... –¡No podías soportar tocarme! –repitió ella–. ¡Eso es y nada más! –Porque no sabía cómo consolarte –dijo Alessandro–. No sabía qué decir. Y sigo teniendo dificultad para decir lo que siento. El obvio pesar de él se le clavó en el corazón. La hizo desear consolarle, pero sabía que no podía derrumbarse. Los dos debían afrontar los hechos. –En ese caso, deja que lo diga yo por ti. La primera vez que aborté, fue a las pocas semanas de quedarme embarazada y todavía no nos habíamos hecho del todo a la idea. Pero la segunda vez fue a las diecinueve semanas de embarazo y fue lo peor que me ha pasado en la vida; sin embargo, me dio la impresión de que era como si todo el mundo quisiera olvidar lo que había pasado. Todos os comportasteis como si nada. Alessandro se sintió como si le hubieran apuñalado. Le temblaban las manos mientras la miraba. –Por Dios, Aldana. Aldana sacudió la cabeza, haciendo un esfuerzo para no dejarse afectar por la expresión de compasión de él, que no hacía más que empeorar la situación. –Todo el mundo diciéndote que lo superarías, que se podía tener otro hijo. Como si se tratara de un abrigo que una se deja olvidado en un tren y que se puede solucionar fácilmente comprándose otro. Se hizo un profundo silencio, solo interrumpido por la trabajosa respiración de ella. –¿Por qué no me dijiste esto en su momento? –quiso saber Alessandro–. ¿Por qué no me lo dijiste? –¿Cuándo? –respondió ella–. Tú te pusiste a trabajar como si fuera lo único que te importaba y te mudaste a otra habitación. Tu desilusión era más que evidente, casi ni me mirabas. Por primera vez, Alessandro vio cómo había interpretado ella su comportamiento. Ahora se daba cuenta de que su incapacidad para expresar lo que sentía había sido un factor importante para explicar el distanciamiento entre ambos y la brecha que se había abierto entre los dos. –Sí, estaba desilusionado, eso no puedo negarlo –respondió Alessandro–. Supongo que me porté así porque no sabía qué otra cosa podía hacer, era mi forma de superar la crisis. Sabía que tenía que ser fuerte y apoyarte, ¿pero cómo iba a hacerlo cuando yo también estaba destrozado por dentro? A Aldana le temblaron los labios porque era lo más triste que él le había dicho. Nunca había sentido el dolor de su separación tan profundamente ni tampoco el deseo de que las cosas hubieran sido de otra manera. Un sollozo le subió por la garganta. –Oh, Alessandro... –dijo ella con la voz quebrada. Notó el modo en que la mandíbula de Alessandro se tensaba y le vio sacudir la cabeza antes de abrazarla con emoción. La boca de Alessandro se apretó contra la suya y sintió su deseo. Abrió los labios a ese fiero asalto, se aferró a él y le devolvió el beso. Alessandro le agarró el rostro como un poseso, como si no pudiera saciarse de ella. Las gafas se le cayeron al suelo, pero no le importó. No le importaba nada porque Alessandro la estaba empujando hacia el dormitorio sin dejar de besarla. Y apenas podía respirar cuando Alessandro separó los labios de los suyos y la tumbó en la cama. Aldana supuso que Alessandro estaba dándole tiempo para que decidiera si quería continuar o no. De no ser así, ¿por qué se había quedado de pie, desabrochándose despacio el cinturón, sin dejar de mirarla? Alessando se quitó la camiseta blanca y cerró los ojos brevemente antes de bajarse la cremallera de los pantalones. Después, se quitó los zapatos, los pantalones y los calzoncillos. De repente le vio completamente desnudo, acercándose a ella, que lo esperaba en la cama. –Aldana –dijo Alessandro. Aldana sintió la dureza de los muslos de Alessandro al inclinarse sobre ella y acariciarle los labios con los suyos. A pesar de ver lo excitado que estaba, notó que parecía decidido a demostrarle que podía controlarse mientras le desabrochaba el vestido. Observó que se le oscurecían los ojos al verle el sujetador y las bragas, y entonces ella ya no pudo seguir conteniéndose. Alzó los brazos y agarró el duro miembro. Hacía tanto tiempo que no le tocaba... tanto tiempo que no le había visto completamente desnudo... –Vuélvete para que pueda quitarte este maldito vestido –dijo Alessandro. Al parecer, Alessandro estaba perdiendo el control porque, de repente, le arrancó el vestido bruscamente con manos temblorosas y lo tiró al suelo. Después la despojó de las bragas y el sujetador hasta dejarla tan desnuda como lo estaba él. Fue entonces cuando se acordó. ¿Cómo demonios podía habérsele olvidado? –No estoy tomando la píldora –dijo ella. El rostro de él se oscureció. –¿Por qué ibas a estarla tomando después de tanto tiempo de no acostarnos juntos? –preguntó Alessandro con arrogancia. –¡Porque no vivimos juntos! ¡Estamos separados! –Sigues siendo mi esposa, Aldana. ¡Todavía eres mi mujer! Tras lanzar una maldición, Alessandro se acercó al armario, abrió uno de los cajones y sacó de él lo que estaba buscando. Aldana le vio abrir la envoltura y, reviviendo el pasado, le asaltaron las dudas. ¿No sería mejor acabar con esa locura? Pero el deseo silenció ese razonamiento. Se le secó la garganta al verle ponerse el preservativo. Era demasiado tarde para negarse ese placer, pensó mientras le veía volver a la cama con una expresión que la derritió. Alessandro volvió a colocarse en la cama como antes, con las piernas a ambos lados de ella. Agachó la cabeza y le besó los pezones y los mordisqueó. Ella alzó las manos y hundió los dedos en el denso cabello de Alessandro al tiempo que alzaba las caderas en un silencioso ruego. Alessandro le deslizó los dedos entre los muslos, murmurándole palabras incomprensibles al ver lo húmeda que estaba. Pero ella le vio tragar convulsivamente, como si se le hubiera atragantado una pelota de golf. Y esa señal de vulnerabilidad la hizo rodearle el cuello con los brazos. –Alessandro. –Aldana –jadeó él–. Oh, Aldana. Aldana gimió cuando Alessandro, agarrándose el miembro, le acarició el sexo con la punta de su erección. Y, cuando Alessandro la penetró, ella gritó su nombre con voz ronca y quebrada. –¿Te estoy haciendo daño? –preguntó él. –No –susurró Aldana–. Es maravilloso. Es maravilloso. Las sinceras palabras de Aldana le excitaron sorprendentemente, pero era comprensible, ya que hacía mucho tiempo que no oía tanta ternura en su voz. Y esa ternura le llegó al alma mientras le hacía el amor como si fuera la primera vez. Fue una dulce y exquisita tortura, e hizo lo imposible por contener la llegada del orgasmo, a pesar de haber estado a punto de dejarse ir nada más penetrarla. Trató de entretenerse pensando en otras cosas, pero no pudo. De repente, Alessandro se vio a merced de unos sentimientos tan profundos que casi perdió el control; él, que no había perdido el control casi nunca en la vida. De pronto, bajó la cabeza y la besó como si de ello dependiera su vida, como si besarla fuera tan necesario para él como respirar. Los suaves y pálidos muslos de Aldana le ceñían la cintura y él la alzó hacia sí mientras se movía dentro de ella. La vio echar la cabeza hacia atrás justo antes de dejar escapar un primer grito. El sonido le resultó tan conocido como extraño, y casi le dieron ganas de llorar. Pero entonces también él alcanzó el orgasmo, haciéndole perder la noción del tiempo y del espacio. Y la última palabra que escapó de sus labios fue el nombre de ella