No los solté, tal como mamá me pidió, no los solté. Aunque ella nos soltara a nosotros.
Los miro , como si mi mirada pudiera protegerlos, sé que no puedo y que de todas maneras es tarde.
Irina ya no escribe, antes tenía cuadernos llenos de palabras y su mirada se iluminaba al ver libros, ya no, es como si las palabras le hubieran demostrado su inutilidad ante el dolor.
Anya está apagada, antes era pura luz, una niña alegre y llena de vida que ahora se mueve como un sonámbulo y tiene la mirada de una anciana.
Y nuestro pequeño Dima, aunque ya tiene cinco años ha vuelto a orinarse en la cama, como cuando era más bebé. Como cuando tenía miedo.
Somos sobrevivientes de una guerra, aunque no sé cuánto sobrevivió de nosotros realmente. Yo, como mis hermanos, estoy rota, de maneras que ni siquiera alcanzo a vislumbrar, pero seguimos juntos y eso es lo importante.
Somos refugiados, en un país extraño que nos ha abierto los brazos y al mismo tiempo nos muestra su rechazo continuamente.
Tengo dieciséis años y soy la mayor; esa edad es la de la juventud a pleno, pero me siento infinitamente vieja.
La nuestra no se trata de una historia de reinos fantásticos, o peleas mágicas, es más aterradora, más cotidiana, es algo que se ve en televisión a diario. Países que entran en guerra por recursos naturales, por expansión territorial, por diferencias religiosas, por liderazgo, por hacer una demostración de poderío, etc. Hay miles de razones por las que un pueblo entra en guerra y ninguna forma de justificarla, ni de explicarla para aquellos que la padecen.