Retornos de la memoria
Seis de la mañana, una mañana lluviosa y gris, el cielo está nublado y en los pasillos entre edificios apenas se puede diferenciar un ladrillo de otro. Seis y un cuarto de la mañana y arribo a la estación del metro, será una hora de viaje, quizás un poco más. ¿Me despedí de ella? No lo sé, creo que no, no lo merecía. Está vacío el vagón, debe ser efecto de la lluvia, efecto del frío reflejado en gris degradé.
Realmente la pelea fue por algo estúpido, así ha sido los últimos años, pero más que las palabras, lo que inicia todos los encuentros entre ellos es la imposibilidad de percibir el pensamiento del otro, eso es lo que más lo irrita, traslada sus propios pensamientos y los posa sobre los magníficos gestos que inventa en cada discusión su esposa ¡Ah, son los gestos! Los gestos son su debilidad, lo descolocan. Alguien afirmaría alguna vez que los gestos son los dueños de las personas, Alberto sería un perfecto ejemplo de aquello. Cada vez que su esposa hace una mueca o un ademán en sus discusiones él no puede soportar la idea de que haya alguien invisible en la cabeza de su esposa enseñándole nuevas formas de humillarlo, de reprocharle y sentenciarlo.
Curiosamente fueron sus propios gestos los que hicieron que ella aceptara irse con él esa noche, le encantaban sus trucos, la hacían reír, la hacían feliz, la hacían irse con él. De ese matrimonio nacería Adrián; el muchacho no era tan distinto a su padre.
*
Eran trucos que conocía de mucho antes. Una mañana dominguera su padre lo sentó en la silla de la sala - ven, jugaremos algo nuevo hoy - quedó grabado en su memoria, ciertamente su padre no era tan cercano a él, así que pensó que si ponía mucha atención en algo que él le enseñara, quizá podría hacerlo sentir orgullo al ser muy bueno en eso. ¡Ah, su padre! Ese hombre tan serio, demasiado serio, rozando con cascarrabias, como lo llamaba su mamá. La casa fue un campo de batalla los primeros doce años de su vida, probablemente lo que dio paz a esa guerra fue el hecho de que su padre se fuera definitivamente de sus vidas ¿quién lo habría dicho?
Cuando nació su hijo, decidió llamarlo Alberto, le llegó ese nombre como si viniera un ángel en forma de pensamiento sublime y le dijera “debes llamarlo Alberto, no hay otro nombre”. Alberto fue un sello que marcó el inicio de una relación más formal con su mujer, no admitirían bastardos en su familia, por lo que unos meses antes se casaron. Al pasar los años era imposible negar su adicción a la duplicidad. Y la extrañaba, le hacían falta esos besos que eran traición para su esposa, pero que él no comprendía. Esas tardes con otras mujeres en las que sentía que su mejor parte fluía, pero donde también sentía su corazón latir cada vez más fuerte hasta estallar y bombear sangre por toda la habitación, empantanando a su mujer y la cama y las paredes, apaciguando el dolor y el sonido de lo que para su esposa significaba la traición, eso le sacaba una sonrisa en la comisura de su labio, le hacía feliz, pero al siguiente instante se daba cuenta que era el corazón de su esposa el que estallaba, y ahora toda su boca se venía abajo.
¡Cómo odiaba que se derrumbara su momento de felicidad, su momento de mayor fluidez! Se odiaba por eso, odiaba a su esposa por eso, no odiaba a Alberto, pero le molestaba, le molestaba mucho. Al final él sabía que así acabaría, que no podría resistir la sensación de frío placer y odiarse por eso, tampoco acabó de entender nunca su rol como padre. Pensó que lo mejor sería dejar a su esposa, y por añadidura, dejar a Alberto, así que lo sentó y le dijo - Ven, jugaremos algo nuevo hoy -
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Adrián, apartado y distante en el vagón del metro, observa una imagen que viene a él como un fantasma en casa embrujada. La observa detenidamente, su cabello rojo como una manzana, rizado reposando sobre sus hombros, podría decir que era la chica más guapa que había visto alguna vez en esa ciudad, aunque igualmente era una ciudad llena de gente fea, de gente fea y pendeja. Llevaba una blusa blanca y un saco verde con rayas blancas, o blanco con rayas verdes; era muy minucioso en los detalles, aunque no sabía realmente el porqué. El conjunto era acompañado con un jean, y una mirada hacía él como investigando algo.
La mirada investigadora de ella penetraba sus ojos, pero él estaba embobado observando su saco, y solo cuando se percató de que estaba siendo estudiado cuidadosamente, ya ella se había bajado, cruzándose sus miradas a través del vidrio de la ventana. Para Adrián fue muy extraño, y no supo por qué se quedó petrificado ante esas líneas verdes y blancas.
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Cuando se enteró del embarazo de ella, se derribó sobre la cama. ¿Cómo era posible que una de sus aventuras inocentes fuera a acabar con su relación? Todo se movía de un lado a otro, como en un gran terremoto, y llevó sus manos a su cabeza, y se cubrió con sábanas hasta quedar en completa oscuridad. El gusto del aire a su alrededor había cambiado, se había vuelto más amargo, hace un día hubiera dicho que lo sentía como un dulce. Sabía que la relación con la mujer que verdaderamente amaba tenía que terminar. Sí, él la amaba, aunque tuviera aventuras con otras mujeres, aunque admirara la duplicidad; él diferenciaba el amor del sexo, no tenían nada que ver el uno con el otro, en su cabeza, el sexo se había quedado con esta muchacha que le anunciaba su embarazo; el amor de él estaba con su pareja, ahora todo su amor se iría con ella, se iría con la hermosa vida que tendría ella en el futuro. Solo una pequeña parte de ese amor volvió cuando en su mente apareció el nombre de su primogénito “Alberto”, pero la mayor parte estaba ya en otro lugar, en otra persona, pertenecía a alguien más.