La noche ha sido muy larga y mi alarma suena cuando mis ojos aún están abiertos de par en par, hinchados y rojos por el llanto.
Son las seis de la mañana y no tengo energía para empezar el día. ¿Cómo es posible ser tan feliz un día y al siguiente estar tan triste?
Cojo el móvil de la mesita de noche, busco el número de mi madre en mis contactos y la llamo. En España es de noche, pero estoy segura de que estará despierta viendo su novela turca. Durante el tratamiento se ha vuelto adicta a Can Yaman y está obsesionada con él.
—¿Diga? —me contesta con su voz dulce.
—Hola, mami. ¿Cómo estás? —le pregunto intentando mantener mi tono de voz para que no se dé cuenta de que soy yo la que no se encuentra bien.
—Muy bien, cielo. ¿Ya estás en el trabajo?
—Aún no. Voy a ir primero al gimnasio, hace tiempo que no he ido con todos los preparativos del lanzamiento de una nueva novela y quiero volver a mi rutina. Mi prima me ha contado que esta vez no has vomitado. ¿Sigues con buen ánimo?
—Por supuesto. La esperanza es lo último que se pierde, cielo. Me vas a tener dando guerra mucho tiempo más. Además, mi turco macizo me alegra los días.
Me rio ante su comentario y me levanto de la cama para empezar a prepararme para ir al gimnasio.
Lo sé, no es necesario que sea verdad mi comentario, pero tengo la sensación de que mi madre puede verme por un pequeño agujerito y llamarme para echarme la bronca del siglo por mentirle.
“¡Menuda tontería!”, pienso con una leve sonrisa mientras me atavío con unas mallas negras y una camiseta. Me abrocho la chaqueta y me siento en el borde de la cama para calzarme con las zapatillas de deporte.
—Espero que después del lanzamiento me den unas vacaciones. Buscaré el primer vuelo e iré a verte para achucharte y darte mimitos —le digo metiendo la toalla en mi macuto.
—Y yo los recibiré con gusto. Cuídate mucho y come bien. Abrígate y no salgas con desconocidos.
—Está bien. Te quiero, mami.
Cuelgo la llamada, respiro hondo tragando las ganas de llorar, me cuelgo el macuto en el hombro y salgo de mi apartamento para bajar hasta el aparcamiento.
Abro la puerta de mi coche para sentarme, pero me detengo al recordar lo poco que me faltó ayer para tener un accidente por ir llorando.
“Será mejor que pida un taxi”, me digo regresando a la planta baja.
Le pido al conserje del edificio que llame a un taxi y, mientras espero a que mi transporte llegue, me intereso por la familia del hombre.
—Están todos estupendos, señorita. ¿Qué tal su madre? Hace mucho que no la veo —me inquiere el conserje con amabilidad.
—Esta vez no ha vomitado con el tratamiento y está con muy buen humor y ánimo. Es posible que dentro de poco vaya a verla. La echo mucho de menos.
—Me alegro mucho, señorita.
El taxi pita al llegar a la puerta del edificio, me despido del conserje con una sonrisa y le doy al conductor las señas de mi gimnasio. No está muy lejos de aquí, pero no tengo ganas de andar ni de tener un accidente si me pongo a llorar al conducir.
Utilizo la tarjeta de cliente para poder entrar en el recinto y me dirijo a la segunda planta, directa hacia el punching ball.
Necesito descargar el estrés, la furia, la ira, la rabia y la tristeza que siento en ese momento, y esa es la mejor manera que me deja satisfecha, bueno, en realidad es mi segunda mejor opción, pero no quiero tener nada que ver en ese instante con la primera.
Tomo asiento en un banco cercano, saco las vendas de mi macuto y las enrollo en mis manos para, después, ataviarme con los guantes de kick boxing.
Golpeo el saco con todas mis fuerzas, haciendo que se balancee de un lado a otro con mis puñetazos y patadas.
Dejo salir toda la rabia acumulada y también las lágrimas que recorren mis mejillas como cataratas empapando la mascarilla.
“¿Qué estás haciendo con tu vida? Ya no eres una niña para andar jugando de ese modo con el amor”, pienso con la voz de mi madre dentro de mi cabeza.
Me asusto de solo pensarlo y me doy cuenta de que ella tiene mucha razón. Todo este tiempo me lo ha advertido, sin embargo, yo no he querido verlo. Estaba ciega y, de un solo golpe, se me ha caído la venda.
Las lágrimas brotan de mis ojos con más fuerza y mis puñetazos se vuelven más débiles. Agarro el saco con mis manos y apoyo la frente en él dejando salir todo el llanto que me oprime el pecho.
Mi respiración se acelera y la ansiedad se abre paso ante mí. Sé que voy a empezar a hiperventilar de un momento a otro y me alejo del saco para caminar, tambaleante, hacia el banco.
Mis piernas parecen de mantequilla. Estoy a pocos centímetros del asiento y mis rodillas ceden sin que pueda tener control sobre ellas.
Me preparo para sentir el frío suelo del gimnasio en mis brazos descubiertos y en mi rostro cuando unas manos me agarran de la cintura y me llevan hasta el asiento.