Micaela dejó la sala de reuniones bajo la curiosa mirada de decenas de rubias que la detallaban de pies a cabeza. Con sus gafas negras y sin nada de arrepentimiento por lo que había ocurrido entre ella y el director general de las Agencias Black, la joven mujer caminó hasta el escritorio de Jimena para despedirse.
—¿Todo está bien? —preguntó la rubia con clara ansiedad—. ¿Qué te dijo? ¿Te trató mal? —investigó la secretaria con angustia.
Tenía los ojos brillantes y las pupilas muy dilatadas.
Micaela la miró con congoja y no pudo evitar sentir lástima por ella. Era claro que, Le Mayer les hacía atravesar un infierno a todas, no solo a las personas de su color.
—Perfecto —respondió Micaela con tono divertido.
De fondo, Alexander apareció por la puerta para detallarla en su partida. Todas las miradas se clavaron en él, incluida la de su gran amigo y cómplice, Joshua Davis.
El hombre estaba muy confundido, más con el actuar de Micaela. Ella parecía tan tranquila que, Joshua no era capaz de descifrar qué había sucedido en el interior de ese cuarto entre ellos dos.
—¿Y entonces? —quiso saber Jimena y miró a su jefe con intriga.
Él estaba anonadado.
—Regresaré mañana —dijo Micaela y Jimena abrió los ojos de par en par—. ¿A qué hora podría acceder al edificio? —quiso saber.
Iba a ser muy puntual.
Iba a ser tan perfecta que, Alexander no tendría motivos para quejarse.
Jimena balbuceó una chorreada de incoherencias.
—Los encargados de seguridad son los primeros en llegar —atinó a decir luego, cuando quitó los ojos de su jefe, ese que la miraba con perspicacia—. A las siete y algunas veces a las siete y treinta, pero no abrimos hasta las…
—Muchas gracias —la interrumpió Micaela.
Ella no quería saber a qué hora abrían las oficinas, ella quería saber a qué hora podía acceder a las dependencias de Black.
»Nos vemos mañana —se despidió dulce y se acercó para besarla en la mejilla—. Que tengas lindo día.
Jimena se sintió muy liada con la situación y solo pudo corresponder a su despedida como habría hecho con cualquiera.
De fondo, Alexander detallaba todo con el ceño apretado.
Aunque el hombre quiso disimular, era un incompetente cuando de emociones se trataba. No sabía lidiar con ellas, puesto que ni siquiera las conocía. Con la única que se llevaba mejor, era con la ira, la única emoción que le habían mostrado toda su vida.
En ese momento, fue evidente que Micaela no le estaba causando furia, sino, celos, agitación y una clara atracción que lo alteraba entero.
No pudo tolerar la idea de que su secretaria pudiera besar su mejilla y no él, así que se escondió otra vez detrás de la puerta de la sala de reuniones. No quería que nadie lo viera así, con las mejillas rojas y el pulso tembloroso.
En cosa de segundos fue capaz de recuperarse y regresó otra vez al frente, como un buen soldado. No iba a dejar que una mujjer de color lo intimidara. Iba a pelear y estaba dispuesto a morir con las botas puestas.
La detalló intensamente hasta que ella se metió en el elevador. Llevaba el cabello ondulado recogido y muy ordenado. Se le veía la nuca, la que le resultó muy delicada, también su espalda y la forma en que caminaba.
Usaba tacones, pero pisaba con suavidad, sin causar ese incómodo sonido que le desagradaba.
Sin embargo, él esperaba a que se fuera de una vez por todas, ella volteó y le regaló una sonrisita divertida.
Y, con eso, lo aniquiló.
El soldado murió sin siquiera poder pelear.
Cuando las puertas del elevador se cerraron, Micaela se contuvo. Quería llorar, gritar y reír, todo al mismo tiempo, pero sobre su cabeza vio una cámara de seguridad y supo que debía mantenerse firme hasta que nadie pudiera verla.
No iba a mostrarle pizca de debilidad a ese monstruo venenoso, mucho menos a su tropa de rubias superficiales.
Cuando salió del elevador en el primer piso, batió las caderas y caminó con sus curvas marcadas frente a todas esas paliduchas y anoréxicas muchachas que la miraban con curiosidad.
Las risas y burlas terminaron cuando vieron sus caderas menearse de lado a lado y esas pompas redondas, dignas de esos pechos perfectos, se marcaron en su pantalón claro.
Las mujeres se miraron a los ojos y supieron que habían perdido. La morenaza no solo tenía un cuerpo bonito, sino que también una piel sana, un cabello brillante y esa sonrisa triunfante que, infaliblemente, ellas habían perdido junto a su dignidad y seguridad.
Micaela caminó apurada y buscó un taxi en el que rehuir. Le dijo al conductor que era nueva en la ciudad y que la llevara a un destino en el que pudiera relajarse y desayunar.
El hombre la llevó a la costa y Micaela se compró un café y se sentó en la arena. Hundió los pies y, por algunos minutos, se sintió fuera de lugar y dejó escapar algunas lágrimas.
Como sintió que las cosas se le habían salido de las manos, tuvo que llamar a Salomé, puesto que requería un poco de apoyo moral para levantarse del piso y continuar.
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Editado: 17.06.2022