Alma estaba sentada en la orilla de la fuente mirando el suelo y pensando en su mamá, cuando Gabriel se acercó y se sentó junto a ella.
--Lamento lo que le paso a tu mamá…Me siento mal por no haber estado más tiempo con ella—decía Gabriel mirando al cielo.
--No fue tu culpa, papá.
--Ahora sé que nunca debí irme.
--Viniste cuando más te necesitaba.
--¡Por cierto, tengo algo que es tuyo! —decía Gabriel girándose para buscar dentro del bolsillo de su pantalón.
Gabriel tenía su manos juntas y Alma desconcertada intentaba ver que era. Cuando abrió sus manos para sorpresa de Alma era Mimoso quien yacía entre las palmas de Gabriel, bailando y agitando sus alitas con su plumaje amarillo, su piquito naranja y sus ojitos negros.
--¡Mimoso! —grito Alma muy contenta tomando de ambas manos a Gabriel—Pero… ¿Cómo?
-- Lo encontré cerca de un lago bebiendo agua.
--Pensé que había muerto.
--No hija. Tómalo es tuyo—decía Gabriel mientras le entregaba a Mimoso a Alma en sus manos.
--Voy a llevarlo a su jaula.
--No hija…Déjalo que vuele libre, las aves deben volar libres, por eso Dios les dio alas.
--Pero y si se vuelve a ir lejos de mí.
--No lo hará. Te lo prometo.
Alma dudaba si dejar que Mimoso volara libre, así que abriendo sus manos y elevándolas dejo que volara saliendo por la abertura del patio. Pasaron algunos minutos en los cuales, Alma y Gabriel esperaron su regreso. Mimoso llego volando y posándose sobre el hombro de Alma. Gabriel estaba encantado de ver a su hija sonriendo. Después de jugar con Mimoso, Alma se lanzó a abrazar a Gabriel y a darle las gracias por estar con ella.