—Señorita…señorita, disculpe; pero ya vamos a cerrar. Debe abandonar el lugar.
—Déjeme quedar aquí, por favor.
—Lo siento, pero no puedo. Debe irse ahora mismo. Además, está haciendo mucho frío, si continúa tendida en el suelo podría enfermar. No ha dejado de nevar y continuará nevando toda la noche. La temperatura descenderá cada vez más. Váyase a su casa, su familia debe estar preocupada por usted.
—Yo no tengo casa, tampoco familia —responde Sam, arrastrando con su voz los vestigios del llanto que la ha consumido hasta ahora—. Mi única familia se encuentra aquí y lo único que me queda de ellos son los nombres que están grabados sobre estas lápidas. Por favor, déjeme quedar otro rato. Le prometo que no me moveré de aquí.
—Precisamente por eso es que no se lo puedo permitir. Podría morir congelada si se queda a merced de la intemperie.
—¿Y qué si eso sucede? Me estarían haciendo un favor si mis ojos no descubriesen otro amanecer. Váyase, que si me muero es por decisión mía, a nadie le interesa.
—A mí me interesa —contesta el velador del cementerio— o al menos a mi empleo. Me despedirán si no cumplo con el horario establecido. Debo cerrar los portones a las ocho en punto y para ello necesito que usted esté fuera de aquí. No me obligue a llamar a las autoridades, por favor.
Sam recoge su cuerpo, así como sus lamentos del suelo y estando de rodillas deposita un par de besos sobre el nombre de Richard y el de su hijo.
—Adiós, los amo. Mamá te ama —menciona dejando las caricias de sus dedos sobre el nombre grabado de su bebé.
Entonces se incorpora abandonando, sobre las tumbas de sus amores, las muchas lágrimas que ha derramado debido a su dolor.
—Siento mucho su pena, señorita; pero es mi deber. Mañana a partir de las ocho podrá regresar, si así gusta.
El paisaje que envuelve la tristeza de Sam es gris, oscuro y frío; tanto así como el viento helado que se encarga de abrazar su lúgubre figura y que la obliga a resguardarse detrás de sus propios brazos. Camina a través de los senderos de la muerte en completo silencio, sin saber qué hacer o a dónde dirigirse. «¿Cuánto no daría por formar parte de ellos?». Piensa mirando la hilera de sepulcros que escoltan sus pasos hasta la salida. Y que su nombre yaciese al lado de los suyos, para nunca más despertar.
Sin tener más alternativa y pasando por alto la noción del tiempo, en cuanto se percata se encuentra frente al edificio de apartamentos. Tiene meses de que, ni si quiera, se da una vuelta por allí. ¿Para qué hacerlo? Si su hogar se encontraba ya en otro sitio, al lado de ellos.
Lo primero que hace al ingresar, al diminuto lugar, es dirigirse a la pequeña cocina y tomar una de las tantas botellas que aún aguardaban por ella en la empolvada alacena.
Ni siquiera se quita el abrigo, tan siquiera se adueña de un vaso. Arranca el sello con desespero y quita la tapa en medio del frenesí con el que se lleva la botella a la boca y bebe hondo, muy hondo hasta sentir la asfixia que ahoga su pena. Hasta barrer con el dolor de sus venas sustituyéndolo por el alcohol. Su pecho por fin se libera y en cuanto logra obtener una amplia bocanada de aire, cierra los ojos con alivio y se dispone a beber con más amplitud.
Todo a su alrededor está sucio y lleno de polvo. El viciado aire que rodea la escena se encuentra impregnado con aroma a tristeza y soledad. Se encierra su desgracia dentro de las cuatro paredes que la encarcelan. En el abandono que, una vez más, se ha hecho cargo de gobernar su pobre existir.
En cuanto su abrigo cae al piso, quedan al descubierto las marcas que rodean sus regordetes brazos. Simulando gruesas escarificaciones que surcan el color morado de su piel. Y entonces llora, porque no puede creer que David haya sido capaz de comportarse así, de esa manera. Que ella misma lo haya llevado a conducirse de esa forma.
Su viejo lugar frente a la ventana la recibe, junto al llanto que aún permanece saliendo de ella. Y se sienta allí mientras hunde el rostro entre las piernas y entonces, continúa bebiendo. De una manera tan fluida y natural, que es como si nunca hubiese dejado de lado las antiguas costumbres. Muy pronto se siente golpeada por los efectos del wisky. Contaba con que su período de abstinencia le brindase un rápido adormecimiento y al parecer, así fue como ocurrió. Porque yéndose de lado apoya la cabeza contra el vidrio y siente como las lágrimas continúan bajando a lo largo de sus mejillas. Algo que no le impide seguir elevando el ángulo de su brazo para llevarse la botella a la boca. Ya no quiere sentir. Ya no quiere sufrir más, por favor…Ya no quiere vivir.
«¿Mami?»…
—¿Ben? —Sam se incorpora de un salto del gélido refugio. Todo da vueltas a su alrededor, por lo que se ve obligada a sostenerse de inmediato de la cama. Se deja caer sobre aquella intentando mantener la vista sobre un punto fijo, pero no puede. El portaretratos con la foto de Susan se cruza por su camino y tomándolo, de inmediato, entre las manos lo aprieta contra su pecho.
—Perdóname, mi amor. Yo nunca quise hacerte pasar por todo esto. Yo lo único que quise fue lo mejor para ti. Aunque hubiese errado los modos, yo jamás te procuré el mal…lo siento.
«¿Mami?»…
—¿Ben?...¿Ben, dónde estás? —La mente de Sam se haya extraviada por los efectos del licor y viendo cómo la fotografía del niño se desprende de la esquina del portaretratos, Sam la toma entre los dedos al tiempo que sus memorias retroceden hasta aquel caluroso día de verano. Cuando David la sacó del bolsillo de su camisa y la puso entre sus manos. «¿Para qué quiero yo una fotografía del hijo de David?». Se peguntó en aquel entonces con fastidio.
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Editado: 29.05.2024