Un amigo extraordinario

Nuestra mascota

LA primera mascota que recibimos mi hermana y yo. Se llamaba Pedro, el gato. Llegó a nosotros de meses. Tenía un pelaje gris con blanco alrededor de su cuerpo. Pedro no hacía gran cosa. Siempre se apoderaba de mi cama y la tomaba como su caja de arena, dejaba sus bolas de pelo y rasgaba mis cortinas. Pensándolo bien creo que nunca le agradé.

Un día mi abuela regresaba de las compras. Salí a recibirla, pero en lugar de darme un beso en la cabeza, como lo hacía siempre, se puso a gritar en pánico:

–¡Alejandro! ¡Alejandro! ¡Ven rápido! ¡Algo le pasa a Miguelito!

Mi abuelo que estaba tomando café en el comedor lo derramó sobre su periódico al oír tal escándalo. El gato se asustó tanto que aterrizó con sus afiladas garras en su cabeza calva. Mi hermana corrió de su cuarto al comedor y con grandes esfuerzos le quitó al gato de la cabeza, aunque las marcas seguían allí.

–¿Ves lo que provocas, Conchita? ¡El gato casi me arranca la calva, digo, la cara!

–¡No hablamos de ti, Alejandro! ¡Mira al pobre Miguelito, tiene su carita toda hinchada!

Mi abuela movió mi cara bruscamente hacia donde estaba

mi abuelo. Una sonrisa de oreja a oreja se asomó por su rostro mientras me decía con un tono burlón:

–Veo que a usted ya lo ha atacado el gato, Miguelito. Nada más que a usted lo ha dejado peor que a mí.

–¡Alejandro! ¡Hay que llevarlo al médico, lo veo muy mal!

Mi abuelo poniendo una cara más seria fue al cuarto principal y agarró las llaves del coche que estaban sobre el tocador.

–¡Vámonos! –Gritó ya puesto en el coche.

–Yo me quedaré con el gato para que no haga más desastres–Dijo mi hermana.

–Gracias, linda–Le respondió mi abuela mientras se metía al auto.

El doctor estaba a diez minutos en coche, pero fueron una tortura total. El abuelo se pasó tres semáforos en rojo, por poco atropelló a un oficial de policía y casi nos volteamos en los cinco baches que pasó a toda velocidad.

–¡Listo! ¡Llegamos! –Dijo mi abuelo mientras salía ileso del auto.                                                                                        Al abrirle la puerta a mi abuela bajó toda despeinada, como si un rayo le hubiera caído. Yo salí después de ella tambaleándome un poco y tratando de no caerme. Llegamos al consultorio. La sala de espera estaba completamente vacía. Le tocamos la puerta al doctor y al momento nos abrió.

–¡Pasen, pasen! Díganme. ¿En qué les puedo ayudar?            –¡Ay, doctor! Mi nietecito tiene los ojos llorosos, rojos y muy hinchados, también veo que se los rasca mucho, la nariz le gotea…

–Lo que su nieto tiene es alergia, señora. ¿Tendrá de casualidad algún tipo de animal o planta?

–Sí, tenemos un gato.

–Debe ser el pelaje del minino entonces. Le daré unas gotas para los ojos y procure el menor contacto con felinos.

–Muchas gracias, doctor. ¿Cuánto le debemos?

–No se preocupe por el dinero, Conchita. ¡Hasta luego!

Mi abuela y yo fuimos a la farmacia mientras mi abuelo nos esperaba en el coche, ansioso por arrancar.

–Creo que mejor tomaremos un taxi, Alejandro–Le dijo mi abuela ya un poco miedosa de tan sólo ver el auto y a su dueño.

–¡Bah! ¡Como quieran!

Después de una relajada llegada a la casa le contamos a Claudia lo que el doctor había dicho. Ella no se vio tan sorprendida o triste como yo esperaba, pero ¿Quién en la tierra podría querer a ese gato? Por suerte para nosotros, la tía Vicky siempre tiene espacio para uno más. Al parecer el número de gatos que tiene en su casa representan sus años de soltería y el número treinta y dos finalmente le había llegado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.