En la vida de los adolescentes, el año parece iniciar oficialmente en el primer día de clases y no el primero de enero de cada año. Al parecer la impresión es porque se inicia un nuevo curso, un nuevo ciclo lectivo y el reencuentro de los compañeros con los que no se vieron durante las vacaciones de verano. Siendo así, uno como alumno inicia las clases con altas expectativas de lo que deparará el resto del año.
A las faldas de la Sierra de los Comechingones, en la conocida zona de Rincón del Este, estaba el colegio Juan Pablo II de Merlo. Tenía apenas dos años de vida y solo contaba con nivel secundario por la tarde. Por el momento, en ese año dos mil siete, las autoridades estaban casi seguras que todo estaba predispuesto para que el siguiente ciclo lectivo empezaran los niveles jardín de infantes y primario para complementar la educación necesaria en la formación de los jóvenes.
Así como era un colegio joven, que en un principio estaba pensado para ser solo de varones, se notaba la gran diferencia de alumnos varones sobre mujeres, incluyendo también la amplia presencia masculina entre los directivos y profesores. Los aires cambiarían, sin lugar a dudas, pero tomaría un poco de tiempo para ello.
Lejos del "bullicio" del centro de la ciudad y estando más cerca de la naturaleza y una zona bastante calma, se había creado alrededor del colegio un ambiente muy distendido. Las malas lenguas decían que "el Juampa" tenía de colegio solo el nombre y que no dejaba de ser una institución de pueblo o de una ciudad tan pequeña como lo era Villa de Merlo. Sin embargo, no había nada que objetar sobre sus alumnos a excepción de una tradición que parecía forjarse desde la primera promoción egresada: la broma de inicio de clase o bien una especie de "opereta" para que se cancele el inicio de clases. Con todos los recaudos necesarios, el rector estaba expectante pero los demás daban por hecho que la promo haría de las suyas, si no el primer día de clase o un par de días después.
En el curso del noveno B había unos cuantos chicos. Todavía no era la hora de que empezara el acto así que Victoria, la mejor alumna de la clase -y la más dramática, por cierto-, sacaba unos adornos que hizo el día anterior para decorar el salón. Las chicas estaban maravilladas con la facilidad de su compañera para hacer manualidades tan bonitas con restos de papeles y cartulinas de colores que le quedaban de trabajos prácticos y presentaciones. Los chicos, en cambio, miraban todo con recelo, no convencidos por la idea ya que el tema de las decoraciones era más acorde para el mes de septiembre. Victoria empezó a sacar unos colgantes de triángulos de colores y pidió a unos chicos que se subieran a los bancos para colgarlos por encima del pizarrón, aprovechando unos clavos puestos en los extremos.
—¿Para qué hacemos esto? ¿No puedes esperar hasta la estudiantina? —se quejó uno de los chicos.
—¡Son guirnaldas, no flores, así que no cuenta! —pataleó la chica—. ¡Quiero un curso bonito, no como el del año pasado!
El timbre sonó y los chicos salieron del salón para formar en el patio y así dar inicio al ciclo lectivo. Luego, por solo dos escasas horas, regresarían a casa para volver al día siguiente y empezar en horario normal, a las una y veinte de la tarde.
Juanchi, en cambio, nunca se sintió cómodo en su colegio. El ambiente era demasiado serio para su gusto y modo de ser. El Colegio Privado de los Hermanos Franciscanos, o "los Hermanos" cuando daba pereza decir el nombre completo, valía cada centavo de la cuota ante la vista de los padres. El ambiente era muy aburrido, porque esa prisión escolar mantenía estricto control sobre los alumnos. Juanchi, dueño de una personalidad avasalladora, tenía su ficha llena de anotaciones por inquieto y molesto. Solo mantenía relación con un chico, pero este se había mudado y con los demás compañeros de clase apenas se saludaba.
El adolescente no podía quejarse de su padre ni de sus tíos, pero se sentía algo desolado. Sus primos se habían ido a vivir a la ciudad por el tema de la universidad y, de pronto, se vio solo en la casa familiar y conviviendo con tres adultos solterones. Pensó que, tal vez, terminado ese año escolar podría ver la posibilidad de volver a vivir con su madre, con la esperanza de que el norte del país iba a tener un mejor ambiente escolar y hacer buenos amigos, algo que no lograba el Villa de Merlo desde que se había mudado hacía un par de años.
Agustín Martínez, padre de Juanchi, era un hombre de unos cuarenta y cuatro años, moreno, de estatura media, que vestían bien. De profesión abogado, era el apoderado legal de uno de los mejores hoteles de la villa. Para sus vacaciones, dividida entre Juanchi y sus otros tres hijos, había regresado con el peor semblante, aunque, eso sí, luciendo un bronceado envidiable. La cuestión surgió cuando lo fueron a buscar en la terminal de ómnibus de la villa, que su hermano Nacho lo vio y apenas podía creer que regresaba de unas vacaciones en la costa argentina.
—Por Dios, Tin, ¿te sientes bien? —le preguntó en cuanto se saludaron.
—Sí, sí.
—¿Estás seguro?
—Sí, sí.
Tanto el adolescente, quién también regresaba de sus vacaciones en Salta, como los adultos se miraron y dejaron pasar el asunto. Los días pasaron y pasaron. Llegó el momento de la inscripción al ciclo lectivo y fue Agustín el encargado de hacer los trámites a pesar de que el semblante de muerto no se le quitaba. En las comidas estaba callado e insistía que no le pasaba nada, culpando el regreso de la rutina a su estado tan deplorable.
La familia prefirió dejar que se tomara su tiempo, creyendo que así Agustín recuperaría su humor de siempre y que la inquietud que reinaba en la casa se esfumaría.
Eso hubiera sido en el mejor de los casos, pero no fue así. En el día del acto escolar Juanchi fue al Colegio de los Hermanos Franciscanos como todo alumno... y no lo dejaron entrar.
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Editado: 07.07.2024